
“No hay mayor dominio que aquel en el que el esclavo no sabe que lo es”. Esta sentencia del filósofo Josep Maria Esquirol (La escuela del alma, El acantilado, 2024) nos remite, en el siglo XXI, a la pantalla, porque en siglos anteriores parecía muy claro quién era el esclavista.
Hoy no queda tan claro y una de las claves para no caer en la esclavitud de la tecnología es “adoptarla, y no adaptarse a ella” pero, para esto, es imprescindible practicar, con verdadero empeño, la atención, que es, nos dice Esquirol, “la primerísima práctica espiritual (….) es la disposición que permite que algo bueno nos llegue, a modo de regalo”.
La atención, en primer lugar, nos pone en guardia contra eso que pretende esclavizarnos; nos invita a resistir, a “cultivar el umbral para no asimilarse”, dice el filósofo: quien no presta atención es asimilado, sin siquiera darse cuenta, por esa entidad que lo esclaviza.
No hay método establecido para poner atención, advierte el filósofo, cada quien debe encontrar la forma a partir de la concentración, la pausa, la vigilancia, “el vaciamiento, es decir, suspensión del fardo que todos solemos llevar demasiado lleno. Los griegos llamaban epojé a tal suspensión”.
Ya don Juan Matus, el brujo de Carlos Castaneda, nos había regalado el concepto de estar al acecho, haciéndonos ver la contraparte, que es estar siendo acechado por otro que sí hace el esfuerzo de observar, de concentrarse, de atender lo que está sucediendo a su alrededor.
Esta imagen donjuanesca, cuyo ámbito es el monte, se puede extrapolar a la fiera que nos acecha desde la pantalla, un peligro que basta advertir y atender continuadamente para que se disipe.
No es casual que el mal emblemático del siglo XXI sea el déficit de atención, provocado por el exceso de estímulos que recibimos de la pantalla y que dispersan la concentración. Hay que oponer resistencia a esos estímulos. “No hay mayor dominio que aquel en el que el esclavo no sabe que lo es”, pero advertirlo es el primer paso para sacudirse ese dominio y pensar con libertad.