Muchos mexicanos llevamos con un gran fervor nuestro amor y veneración a Nuestra Señora de Guadalupe, y en la mayoría de los casos, también llevamos actitudes contrarias a nuestra Señora de Guadalupe.
El Papa Paulo VI se dirigió a los mexicanos con ocasión de la inauguración de la nueva Basílica de Guadalupe, y dijo para todo este pueblo, que la primera actitud del mexicano que se precia de ser guadalupano, debe ser el servicio a los demás.
Y recordaba que mientras un mexicano no tenga salario digno, vivienda, atención a la salud, no deberíamos estar tranquilos.
Es decir, en otras palabras, mientras esto no se dé, no mostraremos ser auténticos mexicanos.
Pero las prácticas guadalupanas en muchísimas gentes, es ganar la calle con peregrinaciones, danzas. Ir pocas veces a algún templo.
Localizar el meollo de nuestra devoción en una visita a un templo que suena mucho porque ahí se venera una imagen de la Virgen de Guadalupe. Una o pocas veces al año.
Una reliquia con el rezo de un rosario y punto. Ya se cumplió con la “Virgencita”.
¿Y el servicio al prójimo necesitado? Eso es harina de otro costal, dicen algunos. ¿Y convénzalos que no basta esa devoción superficial?
Nuestra Señora de Guadalupe es esencial para entender al pueblo mexicano.
Lo mismo vemos su imagen en un hogar humilde, en un mural pintado por pandilleros, en un templo pequeño o majestuoso, en la solapa de un funcionario, o en el orgullo de varios ejércitos nacionales que presumen, con el arma en la mano, el amor a Nuestra Señora de Guadalupe.
Los talleres y las empresas, tienen la Imagen de Guadalupe a la que le manifiestan sus respetos y veneración.
Dice un canto muy popular: “desde entonces para el mexicano, ser guadalupano es algo esencial”.
Lo cierto es que nuestros festejos a la Virgen Morena, envueltos en tamales, champurrado, café, canela y el gozo de la convivencia fraterna, forman parte de nuestras convivencias de éstos días.
Después ya vendrán las posaditas, las novenas navideñas y las ganas de danzar para atemperar el frío de estos días.
Pero los gustos devocionales, nadie nos los quita, aunque los manejemos con contradicciones entre el bien y el mal; lo auténtico y lo simulado; el recuerdo histórico de lo que hemos sido; la ternura de unas pocas horas de devoción y el descuido de que somos devotos mientras rezamos, ya el compromiso cristiano, sigue siendo harina de otro costal. ¿Deveras?