Para el 20 de noviembre se celebrará, una vez más, otro aniversario de la revolución mexicana, ahora bajo la dirección de un gobierno de nuevo estilo, que a unos agrada y algunos otros dicen que hasta cuando se acabará, aunque ya es una pesadilla el corto tiempo que lleva.
Calma, que a lo que se sabe, se están poniendo las bases de un nuevo modelo político, económico, social, cultural.
¡Ah cómo molesta la Cartilla Moral y que nada se decía cuando en tiempos de Mariano López Mercado, en Torreón se repartieron varios miles, con edición a cargo de la Presidencia municipal! ¿Quién se acuerda, o quién reniegue de este hecho?
El viejo general Dn. Porfirio Díaz, allá por 1910, sospechó que si se encaprichaba en sostenerse en el poder, había posibilidad de un derramamiento de sangre, lo cual no le faltaba razón a este viejo zorro de la política nacional.
Pero Dn. Porfirio, liberal convencido, sin cambiar las leyes de 1857, que tantos sectores se lo pedían, prefirió abrir los causes de la democracia, poquito puesto que no era menso, a tolerar a la Iglesia Católica y a cultivar amistad con obispos, con calma, pues impidió que el Papa León XIII, nombrara Cardenal al Arzobispo de Oaxaca, Gregorio Gillow, su amigo de tantas chocolateadas; se multiplicaron los obispos, los seminarios, las parroquias; toleró causes para que se desarrollara la militancia social de la Iglesia, con los famosos Congresos sociales, Semanas Sociales, Dietas, vía hacia el Partido Nacional Católico.
Hizo lo que pudo, mientras tuvo poder.
Pero surgió la revuelta revolucionaria, que desde 1913, se prolongó hasta 1938.
Muchos católicos adquirieron una recia formación; unos se fueron al martirio y otros tomaron las armas y crearon conflictos serios al Estado mexicano, desorientado, pues no sabía qué era la libertad religiosa, y pensaba que todo consistía en el sometimiento a las leyes civiles, que los humanos hacían, mirando por sus ideas y privilegios.
A las leyes que hacían, con tendencias anticlericales, les daban un valor como de leyes divinas, y el “aplicar la ley”, para hombres de Estado, se transformó un valor que justificaba el quedarse con edificios, prohibir la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, aunque los hijos de generales y políticos renombrados, acudían a las escuelas privadas en búsqueda de una enseñanza académica sólida.
A esa conducta se le llamó asunto de la vida privada, donde nadie tiene derecho a entrometerse, porque el hijo de sus entrañas se merece lo mejor en educación, y eso es asunto práctico. ¡Zas!