En nombre del amor se generan las proezas más notables, pero también por su causa se hiere o mata. Es una extraña paradoja si lo miramos de forma aislada. Resulta muy predecible si asumimos que el concepto es inacabado, se construye de momento a momento, está en nuestros ojos. Y más aún, en la memoria, las entrañas, la imaginación y lo vivido.
En los primeros años recibimos modelos fundamentales de lo que es el amor a través de nuestros progenitores, tanto si se generan relaciones armoniosas y sólidas entre ellos como si aparecen ausencias, fracturas o disfunciones.
De manera silente, pero con gran fuerza, nos acercamos a un paradigma de amor a través de nuestros padres. Existe una idea generalizada de que buscaremos una pareja semejante a ellos, porque son nuestros paradigmas, personajes a través de los cuales recreamos lo conocido.
Pero cuando pasa el tiempo develamos, no sin cierto asombro, que en realidad nuestras relaciones cercanas son espejos de lo que nosotros somos. Los amigos (afines) son la familia que elegimos. Gustamos de personas semejantes a nosotros, con valores, gustos y formaciones análogas, personas con las que nos identificamos.
Ahora, entre mayor es el grado de comprensión sobre quiénes somos y qué queremos, más inclusivas se vuelven las elecciones de las personas que queremos cerca. Ya no nos importa que tengan orígenes diametralmente opuestos, creencias o gustos divergentes, ya no pesa tanto el que su fisonomía y edad no corresponda con la nuestra, ni que tengan una personalidad diferente.
Existe una interrelación entre nuestro autoconocimiento y el grado de inclusión que poseemos. Quienes ya develaron para qué están en esta vida, cuál es su misión primordial o contrato sagrado, no discriminan.
Sin embargo, si existe una coincidencia importante en nuestra selección de pareja y amigos: su percepción de la vida y del mundo es similar a la nuestra, coinciden en lo que consideramos valioso, noble, bello y digno. También es muy parecida su manera de interactuar, dialogar…y amar.
Así, ¿qué calificativos le atribuimos a nuestra pareja y amigos? Son características que nos definen a nosotros. Es un espejo fidedigno de quiénes somos. Quien no valora a quien está a su lado y en su entorno más próximo, no posee una reconciliación con quién es y los retos que debe superar. Su percepción de sí y el mundo, cuando todo lo reprueba, infravalora o desdeña, es distópica.
Por ello, en aras de construir una relación amorosa o de amistad, es conveniente escuchar lo que decimos de los otros, tanto en voz alta como en silencio. El pensamiento es una voz muy potente que no debe pasar desapercibida: nos dirá quienes somos y qué imagen tenemos de nosotros mismos.
En este mundo de espejos vivientes, es conveniente comenzar a ser más benignos en nuestros juicios y percepciones de los otros para generar el amor propio.
¿A quién amas? A quien expresa el reconocimiento de manera análoga a la nuestra, a quien tiene el mismo nivel de generosidad y benevolencia que uno, a quien posee palabras similares a las nuestras, a quien construye las relaciones como lo hacemos nosotros.
¿Asumimos acaso que somos los mejores y por ello todos deben pasar por nuestra personalísima criba? No. Sólo que cada uno es lo más próximo y familiar que tenemos. De ahí que los espejos vivientes somos nosotros mismos, imbuidos en una realidad y circunstancias que aún no dominamos. Estamos en pos del mundo perfecto, del amar a los demás como nos gustaría que nos amaran.
En sí, no es “el otro”. Eres tú.
Ivette Estrada