El cuento “Los funerales de la Mamá Grande”, publicado en 1962 por el escritor colombiano y Premio Nobel 1982 Gabriel García Márquez, nos habla del fin de María del Rosario Castañeda y Montero, a los 92 años: “Soberana del reino de Macondo, y a cuyas exequias vino el Sumo Pontífice”. Conocida por el mundo entero como la Mamá Grande.
Es un cuento de ficción: “Género que relata sucesos posibles dentro de un marco imaginario, basado en ciencias físicas, naturales o sociales”.
Estamos ante el realismo mágico: “Movimiento literario y pictórico surgido a principio del siglo XX, que encierra elementos fantásticos, entornos exagerados, oníricos o irreales, en un contexto realista”.
Definamos tanatopraxia: “Del griego, Thanatos, muerte, y praxis, práctica. Ciencia que prepara y conserva los cuerpos después de la muerte, con principios de anatomía, fisiología, microbiología y técnicas de embalsamamiento. También, realiza acciones de higiene, restauración y cuidado estético, de acuerdo a las normas higiénico-sanitarias”.
Vayamos a la obra, inicia con la descripción que hace un narrador del entierro de la Mamá Grande: “Ahora que la nación ha recobrado el equilibrio. Y que gaiteros, contrabandistas, prostitutas, hechiceros, y bananeros han quitado sus toldos y se reponen del desvelo. Y que es imposible transitar en Macondo por las botellas vacías, colillas de cigarrillos, trapos y excrementos que dejó el gentío, es crucial recordar los detalles de esta conmoción nacional”.
Relata que hace unas catorce semanas la Mamá Grande enferma y después de remedios y ventosas, ordena que la sienten en su viejo mecedor para expresar su última voluntad: “Era el único requisito que le faltaba para morir.” En la mañana ya había arreglado con el padre Antonio Isabel: “Los negocios de su alma”.
Le quedaba por disponer lo de sus arcas con sus nueve sobrinos: “Nicanor, el sobrino mayor, vestido de caqui con botas y un revólver calibre 38, fue en busca del notario”. El resto de la familia en la sala: “Las mujeres lívidas, con luto cerrado”.
La rigidez matriarcal de la Mamá Grande había vallado la herencia y el apellido, de ahí que: “Los tíos se casaban con las hijas de sus sobrinas, y los primos con las tías, y los hermanos con las cuñadas, hasta formar una intrincada consanguinidad”. Pero los hombres, haciendo uso del derecho de pernada, habían procreado una descendencia bastarda que rondaba sin apellidos entre la servidumbre.
Se describe que ella tardó tres horas en enumerar sus asuntos terrenales: “Repartió, entre otras fortunas, unas 100,000 hectáreas en las cuales florecieron las seis poblaciones del distrito de Macondo, y donde el gobierno y aldeanos pagaban renta”.
Seguía el inventario de los bienes morales que también eran suyos, entre otros: “Las aguas territoriales, la riqueza del subsuelo, los colores de la bandera, la soberanía nacional, los derechos del hombre, las libertades ciudadanas, la prensa libre, la carestía de la vida, las elecciones libres, la pureza del lenguaje...”
En la tarde de ese día, apareció su foto en las primeras planas de los periódicos: “De veinte años, se pensó en una nueva reina de belleza”. El presidente de la República y sus ministros la reconocieron, expeditos buscaron las argucias jurídicas –no fue fácil- para acudir al entierro.
Tanto se había parlado, “que los parloteos llegaron a los oídos del Sumo Pontífice”. Él y el Colegio Cardenalicio, al ver el periódico gritaron a coro: “¡La Mamá Grande!” Rápido decidió su viaje: “Para honrar los funerales más grandes del mundo”.
En el gran día las calles se atestaron de lonas, ruletas, fritangas, mesas de lotería, hombres con culebras al cuello vendía bálsamos para curar males.
Los familiares sacaron el féretro con un olor pestilente que nadie vio “la vigilante sombra de los gallinazos”.
Pero nada importaba ya en esta nueva época, pues se había acabado la oposición a todo por la Mamá Grande. Ahora ella se pudría bajo la tierra.