La violencia es el problema que ha marcado a México en este siglo. Un problema que ha sido imposible de superar a pesar de todos los esfuerzos, y recursos económicos, invertidos en diferentes estrategias que han resultado inútiles para frenar la hecatombe. Una tragedia donde miles de jóvenes han muerto y otros más resultaron desaparecidos, para desgracia de sus familias… y de todos.
La guerra contra las drogas iniciada por Felipe Calderón y continuada por Enrique Peña Nieto desató una espiral de violencia que ni las estrategias de López Obrador han podido contener.
Hasta ahora hemos repetido las mismas variantes sin lograr avances, quizá porque no se trata solo de discutir cómo lidiar con la violencia sino de explorar sus causas y los fundamentos sociales que la sostienen.
Tal vez lo que falta en la ecuación es volver a apreciar el valor de la vida. Algo simple, pero a la vez tan complejo.
En los días más duros del conflicto armado en Colombia, cuando las bombas estallaban en las calles y ese país se estremecía entre masacres, desaparecidos, mutilados y secuestrados, un político excepcional, Antanas Mockus, hacía un llamado a recobrar el valor de la vida humana.
Mockus es un político especial que siempre ha apostado por la pedagogía social. Cuando fue alcalde mayor de Bogotá contrató a unos mimos para que, con el ejemplo, enseñaran a los conductores a respetar las normas y a proteger a los peatones, pero quizá lo más importante que hizo en los últimos años fue ese llamado a revalorar la vida.
Porque sin llegar a los extremos de México, en Colombia también vivieron ese festín sangriento en el que los perpetradores de la violencia vivían en una deshumanización tal en la que el otro, el prójimo, el vecino, el ciudadano, no importaban nada.
Aquí nos pasa algo similar. Vivimos una epidemia de violencia cuyas manifestaciones son cada vez más brutales, al grado que en escuelas de Tamaulipas, Michoacán, Sinaloa y Guerrero, entre otros estados, los niños solo quieren ser sicarios mientras que juegan a los levantones, a las desapariciones, a los encobijados.
Los muertos parecen no importar más que a sus familias. Ni la sociedad, ni los medios de comunicación en especial, revaloran el valor de la vida para evitar un lenguaje o un discurso que naturalice la violencia y sus horrores.
Estamos frente a un problema que tomará mucho tiempo para resolver, más que el espacio de una generación, pero debemos empezar ya.
A principios de siglo se insistía en que en las escuelas deberíamos tener una educación para la paz. Veinte años más tarde, y sin resultados, quizá podríamos ensayar la apuesta de una educación para la vida, de recuperar esa consigna que Antanas Mockus predicaba: el supremo valor de la vida humana.
Por supuesto que va más allá de una mera política de “abrazos y no balazos”, pero no va tan desencaminada la discusión hacia la amnistía, vaciar las cárceles y, más que aumentarlas, disminuir las penas para los delitos comunes.
Hay que trabajar en recuperar la dignidad de los policías, en mejorar sus salarios, sus condiciones sociales, pero también el de los maestros y, sobre todo, recuperar el valor de la política, por ahí puede existir una solución.
Twitter: @hzamarron