La nota de la semana ha sido la marcha por la paz y la negativa del presidente Andrés Manuel López Obrador a recibirla, con el argumento de que no quería que le hicieran un show y no exponerse a un “exabrupto” que manchara la investidura presidencial. Las críticas a la actitud de AMLO han sido justas, certeras y devastadoras. Por la insensibilidad frente a las víctimas, por la contradicción con su promesa de atenderlas de manera prioritaria; por la incongruencia con otros actores a quienes sí recibe; por la intolerancia frente a la demanda de modificar su política de seguridad.
Problema uno. Los rasgos de la personalidad del Presidente mostrados en este episodio no son nuevos, pero quizá resaltaron y ofendieron más por haber sido desplegados con tal desvergüenza (¿cinismo?) contra las víctimas de la violencia, a quienes de pasada ya convirtió en enemigos de su proyecto. Es fácil entender, que no justificar, la descalificación de los críticos de su proyecto. Pero despreciar de esa manera a quienes piden comprensión y justicia —lo que AMLO asegura estar haciendo todos los días— puede ser un indicador de que rebasó una línea delicada preocupante: nada ni nadie puede estar por encima, no solo de su proyecto, sino de su persona y de la imagen que él tiene de sí mismo.
Ese trato dado a la marcha es el mismo que dio a los papás de los niños enfermos de cáncer, a los directores de los hospitales y a los periodistas que critican sus dichos o publican notas incómodas. Todos son malos, todos son sospechosos, todos están amafiados contra su proyecto. Él y sus colaboradores cercanos son incapaces de cometer el más mínimo error. Nadie puede disputarle la atención, ni su verdad; nadie, absolutamente nadie, puede poner en duda sus políticas ni sus proyectos. De esa manera perfila un gobierno cada vez más sectario —gobierna solo para sus fieles seguidores— y autoritario; el resto de la sociedad somos anatema, la encarnación de la maldad, del anti-México. ¿Disfuncionalidad creciente del titular del Ejecutivo? ¿Más distancia entre la realidad y la percepción presidencial?
Problema dos. No es raro que los presidentes pierdan el piso; el poder hace que aflore lo mejor y lo peor de quienes lo detentan. Pasa en México y en el resto del mundo. Pero para eso hay contrapesos, aquí y en el resto de las democracias. Bueno aquí ya no tanto. Pues al problema uno hay que añadir el dos: el estilo personal de gobernar de AMLO y sus políticas equivocadas se están blindando con la reconstrucción del presidencialismo. Ya controla a la CRE, a la CNH, al Coneval, a la FGR; la CNDH ya es un departamento inútil del Ejecutivo; el Poder Judicial está más obediente que nunca; el Congreso, otro apéndice de Palacio Nacional y con los peores vicios de sumisión, según lo constató el mismo Porfirio Muñoz Ledo. Y van por el INE, el IFT y el INAI. En síntesis, una personalidad autoritaria que se endurece y protege con la institucionalización de un poder sin contrapesos.
Problema tres. Reformas al marco jurídico que legalicen el uso selectivo y abusivo de la justicia (ampliación de la prisión preventiva, evasión fiscal como crimen organizado, extinción de dominio y embargo de bienes sin sentencia), atenten contra el debido proceso y los derechos humanos (tortura para obtener evidencia), rompan de la división y equilibrio de poderes (jueces controlados por el Senado) y un largo etcétera. ¿Qué sigue?