Los gobernantes a nivel mundial saben que no acabarán con la pobreza y no quieren acabar con ella: es el mejor cliente de sus aspiraciones y motor de su crecimiento.
No obstante, juegan con la idea de desarrollo y bienestar para convencer a esos sectores de ser la opción en sus preferencias.
Así, el estadunidense subsiste con la idea de alcanzar el anhelado sueño americano donde la vida, la libertad y la posibilidad de alcanzar la felicidad son el pensamiento cotidiano, valores que tienen un peso distinto entre los blancos y los afroamericanos. Trump comprendió que esa idea fue abandonada por republicanos y demócratas y apuntó a ella en sectores que, para una decidida cantidad de políticos, era despreciable de forma abierta. Pugnar por un sector altamente racista, xenófobo y discriminatorio no era posible hace una década. Hoy, es la base social que podría llevar al empresario y celebrity a la reelección pese a sus múltiples fallas.
En México el caso es parecido. El PRI fundó su prevalencia en la idea del Estado paternalista y omnipresente, con un control mediático y del discurso casi absoluto. La evolución social hizo que se hiciera un viraje donde la premisa a vender a las clases más necesitadas no era la protección sino el desarrollo. El gobierno sacaría a los pobres de su situación a partir de la inversión y el acuerdo con el dinero.
Obvio, no pasó.
López Obrador entendió que el discurso protector quedó huérfano y que podía germinar de nueva cuenta con una buena mezcla de religión y magnetismo personal.
Así -y con un conocimiento electoral aprendido de pueblo en pueblo- el presiente logró crear la empatía necesaria para ser la voz única de mando en el país.
Voz descompuesta a partir de la pandemia.
La última semana ha sido clave en el diagnóstico. El toque empático de AMLO tiene la descompostura de la lejanía y el cerco de sus cercanos.
Pensemos en la conmemoración del martes pasado: ante la emergencia sanitaria, la presencia multitudinaria fue cancelada pero no así la fiesta.
El problema es que la fiesta parecía no una conmemoración colectiva sino el capricho de una pareja. Las sonrisas y bailes enfrente de una plaza vacía ante los muertos y contagios era una imagen chocante, lejana de un líder que entendería cuando los festejos -por más grandes que sean- deben quedar para una ocasión distinta ante la adversa circunstancia.
Por último, la rifa. Si el cálculo es correcto, menos de 700 mil mexicanos de a pie -su base, su bastión- habrían comprado un boleto, mientras lo restante se distribuiría entre empresarios, sindicatos y boletos repartidos en hospitales. Hazaña perdida en sus votantes, lección que, hoy, debería de revisar toda la 4T antes de que la empatía sea arrasada por la soberbia.