Gil no se lo iba a perder. Netflix estrenaba en tres episodios la historia de Kate, Sean Penn y Joaquín Guzmán Loera. Frente a su enorme y finísima pantalla, Gamés abrió una puerta y entró al año 2015. Una noche de dudas esenciales, Kate del Castillo sirvió una copa vino tinto y abrió su computadora. Con el corazón estrujado en la mano lanzó una botella de 140 caracteres al mar de las redes sociales. En ese breve mensaje, Kate se lamentaba del imperfecto mundo mexicano y expresaba una duda, el narcotraficante Guzmán Loera, ¿podría hacerlo mejor, ayudar a la gente? La bóveda celeste reaccionó alineando a varios planetas. Así empezó uno de los episodios más bochornosos del mundo del espectáculo.
Para estimular las ventas, un día antes del estreno de Cuando conocí al Chapo, Kate del Castillo reveló que durante el trajín de esos días nerviosos, ella mantuvo un romance con el actor: “Solo fue sexo, no fue amor”. Oh, sí. Que un tequila producido por Kate, que los mariachis tocando el “El son de la negra” (sin albur), que de quién es esa boquita, de quién ese cuellito, de quién esas manitas y mole: burbujas de amor, como diría el clásico. Y luego en la intimidad, sin complejos del bien y del mal: fíjate que El Chapo es la buena onda. Yes, he’s a good guy. Ay Sean, qué manotas.
Como los malos articulistas, Gil se demora. Al grano: los episodios que cuentan la historia de Kate en busca de los derechos para filmar la vida del Chapo, no valen un peso, flotan en el mar de la cursilería y la ineptitud, de la simulación y el oportunismo. Lo nunca visto: en estos capítulos, el asesinazo Guzmán Loera es un buen tipo; en cambio, el gobierno de Peña, una máquina represiva que persigue a una actriz. ¡Mecachis en veinte! El mundo al revés. No manchen.
Cámara, ¡acción!
Al documental fueron invitados a opinar en el caso “Kate” distintos personajes de la vida pública, entre otros y otras: Sabina Berman, Lydia Cacho, Jenaro Villamil, Diego Enrique Osorno, John Ackerman (jaijelou Little John), Epigmenio Ibarra, Jorge Castañeda. El que se lleva las palmas de oro: Epigmenio, quien fustiga al Estado mexicano y afirma que la recaptura del Chapo fue una ofrenda en el altar de Trump, como lo oyen la lectora y el lector; además, el gran Epi afirma que a Kate se le persigue porque es mujer y es guapa: “En México aún se hacen sacrificios humanos”. Aigoeéi. Por cierto: ¿quién persigue a Kate? ¿No será que estos personajes se entrevistaron con uno de los delincuentes más sanguinarios del mundo? ¿No será que ella intercambió mensajes con el narcotraficante? ¿No será que viajó y luego de mil vueltas llegó a una residencia de estudiantes de la Universidad Autónoma de Sinaloa? Solamente Castañeda afirma que el argumento de la misoginia en el affaire Kate “está jalado de los cabellos”.
Gil dio dos severos guajolotazos mientras veía esta historia dramática de la vida real, mju, pero se recuperó y vio, como en el camerino de los hermanos Marx, al padre y a la madre de la actriz, a su hermana, al abogado del Chapo, a un agente de la DEA, a un cronista (es un decir) de espectáculos, a unos señores subnormales de un programa de la farándula, en fon.
Sufrir me tocó a mí
Pobre Kate. Se siente presionada, triste, perseguida. Por cierto, Gilga repara como los caballos parejeros del Chapo: a Kate no le preocupa tanto que su nombre suba y baje en el mundo del narco, que los hijos de Guzmán Loera la conozcan bien, que Los Zetas, que El Mayo, que mil sicarios puedan seguirla. No, a ella le preocupa el gobierno de Peña y para eso ha preparado una demanda que ya presenta en Washington. Dios de bondad. Esto pasa cuando se ven las series de Epigmenio, Gil las ha visto, de verdad, y ha sufrido un desprendimiento del hipotálamo subdiurético, o como se llame esa parte sagrada del ser humano. ¿Y qué decir de Sean? Nada. Un actor de Hollywood dominado por las hipótesis del cineasta Oliver Stone, un seguidor de Hugo Chávez, la fama embrutece. Gamés extraña a Lupe D’Alessio.
Todo es muy raro, caracho, como diría Giuseppe Mazzini: El mundo no es un espectáculo, es un campo de batalla.
Gil s’en va