Gil leyó un ensayo extraordinario del gran novelista israelí David Grossman, sí, gran novelista, publicado en The New York Times. Gamés tiene la sensación de que subrayar en este caso es mutilar, pero no importa, puede leerse completo aquí: https://www.nytimes.com/es/2024/03/04/espanol/opinion/israel-gaza-guerra.html
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A medida que la mañana del 7 de octubre se aleja, sus horrores no parecen sino crecer. Una y otra vez, los israelíes nos contamos lo que ya se ha convertido en parte de la historia formativa de nuestra identidad y nuestro destino. Cómo durante varias horas los terroristas de Hamás invadieron hogares de israelíes, asesinaron a unas mil 200 personas, violaron y secuestraron, saquearon e incendiaron. Durante esas horas terribles, antes de que las Fuerzas de Defensa de Israel salieran de su estado de conmoción, los israelíes tuvieron una perspectiva dura y concreta de lo que podría ocurrir si su país no solo sufriera un golpe severo, sino que realmente dejara de existir. Si ya no hubiese Israel.
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En los momentos en que esto se publica, y según datos del Ministerio de Salud gazatí, dirigido por Hamás, en la Franja de Gaza han muerto más de 30 mil personas desde el 7 de octubre. Entre ellos, numerosos niños, mujeres y civiles, muchos de los cuales no pertenecían a Hamás ni participaron en el ciclo de la guerra. “No implicados”, los llama Israel en conflictés, el idioma con el que los países en guerra se engañan a sí mismos para no afrontar las repercusiones de sus actos.
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El célebre estudioso de la cábala Gershom Scholem acuñó el dicho: “Toda la sangre va a la herida”. Casi cinco meses después de la masacre, así es como se siente Israel. El miedo, la conmoción, la ira, el dolor y la humillación y la venganza, las energías mentales de toda una nación: todo ello ha fluido sin cesar hacia esa herida, hacia el abismo en el que aún seguimos cayendo.
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No podemos apartar nuestros pensamientos de las niñas y mujeres, y al parecer hombres también, que fueron violados por los atacantes de Gaza, asesinos que filmaron sus propios crímenes y los retransmitieron en directo a las familias de las víctimas; de los bebés asesinados; de las familias quemadas vivas.
Y de los rehenes. Esos israelíes que durante 149 días han estado retenidos en túneles, algunos posiblemente en jaulas. Son niños y personas mayores, mujeres y hombres, algunos de ellos enfermos que quizá estén muriéndose por falta de oxígeno y medicamentos, y por desesperanza. O tal vez estén muriendo, porque cuando los seres humanos comunes están expuestos a la maldad absoluta y demoniaca suelen perder la innata voluntad de vivir: la voluntad de vivir en un mundo en el que tal maldad y crueldad son posibles. En el que vive gente como esos terroristas de Hamás.
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Unos nueve meses antes de la masacre, ya estaban apareciendo grietas alarmantes en la sociedad israelí. El gobierno, con Benjamín Netanyahu a la cabeza, intentaba introducir a toda costa una serie de medidas legislativas diseñadas para debilitar gravemente la autoridad de la Corte Suprema, asestando así un golpe letal al carácter democrático de Israel. Cientos de miles de ciudadanos salieron a las calles cada semana, durante todos esos meses, para protestar contra el plan del gobierno. La derecha israelí apoyó al gobierno. La nación entera estaba cada vez más polarizada. Lo que antes era un legítimo debate ideológico entre la derecha y la izquierda se había convertido en un espectáculo de profundo odio entre los distintos sectores. La conversación pública se había vuelto violenta y tóxica. Se oía hablar de la división del país en dos pueblos distintos. Y la ciudadanía israelí sentía que los cimientos de su hogar nacional se tambaleaban y corrían el riesgo de derrumbarse.
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La profunda desesperación que sintió la mayoría de los israelíes tras la masacre pudo deberse a la condición judía a la que una vez más nos hemos visto arrojados. Es la condición de una nación perseguida y desprotegida. Una nación que, a pesar de sus enormes logros en muchos ámbitos, sigue siendo, en el fondo, una nación de refugiados.
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El trauma de convertirse en refugiados es fundamental y primario, tanto para los israelíes como para los palestinos, y sin embargo ninguna de las partes es capaz de ver la tragedia de la otra con una pizca de comprensión, y no digamos ya de compasión.
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Todo es muy raro, caracho, como diría Grossman: “¿Quiénes seremos —israelíes y palestinos— cuando esta guerra larga y cruel llegue a su fin?”.
Gil s’en va