Gil cerraba la semana sin fuerza. Caminó despacio sobre la duela de cedro blanco y encontró un breve libro de Chimamanda Ngozi Adichie, una de las principales autoras feministas de la literatura africana que ha escrito sobre la dolorosa pérdida de su padre: Sobre el duelo (Literatura Random House, 2021, traducción de Cruz Rodríguez Juiz).
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La pena es un tipo de enseñanza cruel. Aprendes lo poco amable que puede ser el duelo, lo lleno de rabia que puede estar. […] ¿por qué noto los costados tan cansados y doloridos? De llorar, me dicen. No sabía que lloráramos con los músculos.
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Otra revelación. ¿Hasta qué punto las risas forman parte de la pena? La risa está estrechamente ligada a nuestro argot familiar, y ahora nos reímos recordando a mi padre, pero en algún lugar al fondo asoma una bruma de incredulidad. La risa se aleja. La risa se transforma en lágrimas y se transforma en tristeza y se transforma en rabia.
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Me da miedo acostarme y despertarme; me da miedo el día de mañana y los que le seguirán. Me embarga un pasmo lleno de incredulidad porque el cartero sigue viniendo como siempre y la gente me invita a hablar en sitios y en la pantalla del móvil continúan apareciendo noticias. ¿Cómo es que el mundo sigue adelante, respirando inmutable, mientras mi alma sufre de una dispersión permanente?
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Estoy en el centro de este torbellino en una constructora de cajas, dentro de cuyas paredes férreas encierro mis pensamientos.
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Estaba tan unida a mi padre que lo sabía, sin querer saberlo, sin ser plenamente consciente de saberlo. Algo así, que te aterra desde hace tanto tiempo, por fin sucede, y entre la avalancha de emociones se cuela un alivio amargo e insoportable.
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Evito los pésames. La gente es amable, tiene buenas intenciones, pero saberlo no hace que sus palabras duelan menos. […] Ahora me estremecen las palabras que les dije en el pasado a mis amigos en duelo. “Busca consuelo en tus recuerdos”, solía decirles. Que te arranquen el amor, sobre todo de manera inesperada y que luego te digan que recurras a los recuerdos. Más que auxilio, los recuerdos me traen elocuentes puñaladas de dolor que dicen: “Esto es lo que nunca más volverás a tener”.
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La pena no es diáfana; es sólida, opresiva, una cosa opaca. Pesa más por las mañanas, después de dormir: un corazón plomizo, una realidad terca que se niega a moverse.
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[…] quiero estar a solas con mi pena. Quiero proteger –¿esconder?, ¿esconderme de ella– estas sensaciones extrañas, esta serie apabullante de colinas y vallas.
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Yo a menudo lo saludaba con su título, Odelu Ora Abbal, cuya traducción literal es “El que escribe para nuestra comunidad”. Y él a mí también, y su saludo era una letanía de afirmación impregnada de amor. El más habitual era: Ome Ife Ukwu, “La que hace grandes cosas” […]. ¿Es mi padre la razón por la que nunca he temido la desaprobación masculina? Creo que sí.
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El orgullo que mi padre sentía por mí importaba, más que el de ninguna otra persona. Mi padre leía todo lo que yo escribía, y sus comentarios abarcaban desde “Esto no tiene la menor coherencia” a “Te has superado”.
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Había en su naturaleza algo amplio, un espíritu capaz de ensancharse; asumía las malas noticias; negociaba, pactaba, tomaba decisiones, establecía normas, mantenía unidos a los parientes.
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“Cuando estás con tu padre tienes una risa particular –me comenta mi marido–, incluso cuando lo que dice no es gracioso”. Reconozco la risa aguda que imita, y sé que no se trata tanto de lo que dice mi padre como del mero hecho de estar con él. Una risa que nunca volveré a reír.
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Como todos los viernes de la tercera ola, o como se diga, Gil toma la copa con dos o tres amigos verdaderos. Una modesta catarata de Glenfiddich fluyó en el vaso corto con dos rocas heladas mientras Gamés repitió esta máxima de Friedrich Nietzsche: “Mucho tienen que hacer los padres para compensar el hecho de tener hijos”. _
Gil s’en va
Gil Gamés