No es porque seas un mal padre o una mala madre. Ni se te ocurra pensarlo. La etapa de la adolescencia invariablemente está llena de transformaciones; y ocurren a tal velocidad que muchos jóvenes no alcanzan a procesarlas. Apenas están dándose cuenta de la naturaleza de alguna de sus emociones y tratando de encontrarle un nombre y una causa, cuando ya los está asaltando otra tormenta afectiva. Y entonces se sienten perdidos y atribulados por la rapidez y lo cambiante de ese tren emocional, que a lo único que atinan es encerrarse en su cuarto y creer que el mundo los odia. Y entonces y se vuelven mudos.
Pero va a pasar. Y en ese trance ellos necesitan una mano firme para que no confundan sus tribulaciones psicológicas, con un pasaporte para faltarle el respeto a sus padres o a otras personas.
Lo que a nosotros nos toca como padres, es ser pacientes pero no permisivos. Tolerantes pero no blandengues. Porque en ese caos frecuente que es la adolescencia, lo último que ellos necesitan es un hogar sin autoridad y unos padres, sin rumbo ni disciplina. Ya se encuentran lo suficientemente confundidos como para encima terminar dándoles una casa sin pies ni cabeza, donde reine la anarquía y cada quien haga lo que se le venga en gana.
Ayudará mucho insistir en hablar con ellos en diferentes momentos, si se meten en algún problema o nos llega alguna queja de ellos del colegio, lo primero es hacer preguntas abiertas y no acusaciones, ni afirmaciones tajantes sobre cosas que no nos constan, por más que pensemos que conocemos a nuestros hijos.
Esa técnica de restregarles nuestro pasado virtuoso y repetirles 100 veces que a su edad, ya éramos un icono de la responsabilidad y el trabajo, tampoco ha demostrado ninguna clase de beneficio en los estilos de crianza de los padres. Estas épocas no van a volver. Son momentos muy distintos. Los valores no pasan nunca de moda, pero las formas de transmitirlos necesitan ser actualizadas y con el marco y el contexto adecuado para que ellos le encuentren sentido a nuestra charla. Para que no nos pongan los ojos de huevo cuando sienten que venimos a fastidiarlos con el mismo sermón de siempre que ya conocen.