La sensaciones experimentadas al ver el vídeo de los estudiantes de Nuevo León, arrojando por los aires a su compañero y dejándolo caer de cabeza al piso, van desde la rabia y la impotencia a la incredulidad. Esta última porque nuestros ojos no dan crédito a esa escena. Nos parece irreal. Nos parece imposible que todos esos chicos a esa edad, sean capaces de gestionar tanta maldad y perversión. No se puede entender por más que estiremos la mente. Por lo menos, no es comprensible para aquellos a quienes nos funciona bien el cerebro.
Sorprende que no es un caso de un estudiante aislado agrediendo a otro; son por lo menos 6, los compañeros trastornados que realizan semejante abominación bajo previo acuerdo. En ninguno de ellos cupo la prudencia, el sentido común, la mínima empatía hacia el chico. No actuaron con desconocimiento de las consecuencias; la edad que tienen revela que tenían plena conciencia de lo que pretendían hacer. Actuaron con maldad, con dolo, ellos sabían perfectamente que una caída de esa magnitud podía terminar con la vida de su compañero o dejarlo gravemente herido y lo hicieron a propósito. No fue un simple descuido ni un acto de inmadurez. Fue un acto de odio. De perversión.
Son un grupo de al menos seis estudiantes quienes lo lanzaron, y no podemos dejar de tomar en cuenta a quienes estaban observando y tomando vídeo y no hicieron absolutamente nada por ayudarlo. ¿Hasta donde llega la podredumbre en la mente de estas generaciones de jóvenes?
Evidentemente no nacieron así. No llegaron a este mundo con el cerebro y el alma trastornados de insensibilidad y maldad. ¿Qué tanto un padre puede descuidar las emociones de su hijo para que se convierta en esa clase de monstruo? ¿Qué tan lejos del corazón y de los sentimientos de su hijo, puede estar una madre para no percatarse de que está creciendo con una mentalidad tan retorcida?
¿En serio hay manera de que se vayan 15 años de largo, sin darte cuenta de que tu hijo se está convirtiendo en una persona tan perversa?
Tal vez lo peor no sea el que no se den cuenta; sino que finjan no hacerlo. O algo peor aún: que el corazón de esos padres esté todavía más podrido que el de sus hijos.