Estuve cuatro días en un sitio tan aislado como puede ser un sitio. En el norte de Sonora. A más de tres horas en coche de Hermosillo. A diez millas de la frontera de Arizona.
Los arroyos, con agua. En su bosque ripario los conocidos álamos y sauces pero también los sicomoros, los nogales cimarrones y los encinos. Encinos en los arroyos y ríos, en los valles y en los cerros. Un mar de encinos.
No siendo un árbol común en mi desierto no puedo nombrarlos aunque los distingo por sus hojas. Todas duras, con un cierto carácter queratinoso, casi de insecto. Unas hojas largas y de borde liso, otras abombadas con el filo lobuloso que evoca a los robles, sus parientes reales, presentes en el borde inferior izquierdo del escudo nacional.
Además de las diferentes hojas advierto diferentes bellotas, algunas tan pequeñas como piñones, de piel dura, brillosa y oscura que les apetecen a los toquis, pájaros de suelo llamados viejita o ilama (viejita en náhuatl) en otras partes del país. En el mar de encinos encontré por todas partes al carpintero bellotero, del mismo género que los carpinteros cheje que pueblan nuestras ciudades: Melanerpes. Un carpintero, el bellotero, que siempre me ha parecido un payaso volador. Plumaje elegante, en blanco y negro, y unos ojos azul pálido con una corona profundamente roja.
Ardillas también había como tocaba en este paraíso de bellotas. Escurridizas y atrevidas se les veía por todas partes. Muchísimas escandalosas charas pecho gris, parientes del cuervo, más grandes que los chanates con un vistoso plumaje azul y gris y asociadas a los paisajes de bellotas y piñones. Picogordos tigrillo y tiranos gritones, aves que también pueblan las orillas del Nazas. Quizá lo más sorprendente -como toca en este verano de sol y lluvias- muchísimas flores de todo tipo, color y tamaño y los concomitantes insectos -escarabajos, chapulines, arañas, libélulas, moscas- que me llevaban a sentir esperanza por el futuro. Aun cuando también se veía la amenaza ubicua del pinabete pero también la notoria ausencia del zacate buffel, invasor que modifica y destruye los hábitats que avasalla. Un paisaje aislado, bello, esperanzador, con esa mezcla de elementos conocidos y nuevos que tanto goce trae a quien lo visita.
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