El término psicológico es más clemente: ecoansiedad. Aunque se emplean como sinónimos, la angustia puede distinguirse de la ansiedad no sólo en grado sino en dimensión. La ansiedad se entiende como un mecanismo de defensa natural del organismo debida a estímulos percibidos como amenazantes o peligrosos, un mecanismo adaptativo que mientras no rebase cierta intensidad y se vuelva patológico constituye un estado emocional normal.
Filosóficamente, la angustia es una actitud del hombre ante su situación en el mundo. A diferencia de la ansiedad y de estados análogos como el temor que se refieren a algo determinado, la angustia no se dirige a nada preciso: es el puro sentimiento de la posibilidad. Para Kierkegaard, quien introdujo el término en su dimensión moderna, la angustia resulta inherente al ser. Frente a ella sólo existen dos caminos: el suicidio o la fe. Dice Freud que la angustia es la reacción del yo por un peligro instintivo desconocido. Psicólogos posteriores la consideraron como una imposibilidad de ponerse en relación con el mundo, un caso límite entre las “reacciones de catástrofe”.
La ansiedad perturba, la angustia paraliza. La ecoansiedad representa una respuesta emocional correcta ante la crisis climática, un signo de buena salud mental. La ecoangustia, en cambio, puede derivar en una indiferencia fatalista cuyo consuelo es, según Nietzsche, el nihilismo de los maldotados: los que destruyen para ser destruidos, los que ajenos a la moral del bien común no encuentran razón para sacrificar sus impulsos egoístas, sus deseos compulsivos, su satisfacción infantil. Son los idiotas, aquellos encerrados en lo particular. ¿Quiénes se revelarán entonces como los más fuertes?, pregunta el filósofo. No los inconscientes que buscan que el fin del mundo los pille bailando, sino “los más templados”. Los que aceptan la gravedad del momento pero sin embargo actúan en él.
Entresacado: La ecoansiedad representa una respuesta emocional correcta ante la crisis climática
Fernando Solana Olivares