En una frase que suelen recordar sus infrecuentes lectores, Julius Evola afirmó que solamente la meditación permitiría cabalgar al tigre de la época y no ser devorado por él. Hoy más que nunca, en este annus horribilis, tal observación se ha vuelto un axioma. Los poderosos efectos psicofisiológicos de esa práctica milenaria están verificados por la medicina alopática desde mediados del siglo pasado, y su creciente descontextualización cultural y religiosa en Occidente le ha quitado cualquier atisbo de un esoterismo temible para la racionalidad lineal.
Entre los beneficios físicos de la meditación se cuentan el aumento de los niveles de DHEA, una hormona esteroidea que contribuye a disminuir las enfermedades cardiovasculares y neurológicas, modulando las respuestas al estrés, mejorando la memoria, las funciones cognitivas y los ciclos del sueño. El fortalecimiento del sistema inmunológico, la resistencia ante los virus y las enfermedades crónicas, la reducción de la ansiedad, la tensión muscular, los radicales libres y el proceso general de envejecimiento. La ampliación de las funciones pulmonares, la restricción del colesterol y el control del peso. Sus alcances psicológicos incluyen el aumento de la serotonina, la creatividad, la habilidad perceptual, la atención y la concentración, el aprendizaje, la comunicación de los hemisferios cerebrales entre sí, la inteligencia general y específica, la intuición, la vitalidad, la tolerancia ante la adversidad, la productividad, la capacidad de respuesta, la confianza en uno mismo. La meditación purifica el carácter porque ayuda a controlar los pensamientos, las fobias y los miedos. Mejora las relaciones interpersonales, vincula al cuerpo con la mente y enseña a aceptar las cosas como son.
La meditación desagrega, desautomatiza; más que ser, la meditación no es. De ahí un inmenso, inesperado poder: esa su silenciosa condición discreta.