Al entrar y salir del Oxxo más cercano, escucho una serie de sonidos desarticulados.
Una baqueta cae sobre las láminas de una cajita de música como si fuera una piedra que se precipita.
Con un poco de atención, me doy cuenta de que los sonidos son notas. En conjunto, reconstruyen la partitura de una canción.
Pero es pleno verano; el calor pega al salir del minisúper y la música es navideña.
Un señor sentado al borde de la acera, con la cajita de música sobre sus piernas, con las baquetas en las manos intentonas, recibe monedas de aquellos que entran y salen.
Empezó a ponerse afuera del establecimiento desde que empezó la pandemia.
Han pasado meses y la armonía de la música no mejora. No sé si las monedas son muchas —yo creo que no—. Las monedas, más que nada, caen en la canastilla por solidaridad.
Al detenerme en el semáforo, me invade la música como una ola de mar. ¿De dónde salió esa música en vivo tan intensa?
A mi izquierda, descubro a una banda de músicos norteños que toca al borde de la calle. Son más de cinco. Uno de ellos sujeta un letrero.
Dice: “No tenemos trabajo, pero tenemos que mantener a nuestras familias”.
Los segundos transcurren y el semáforo cambia del rojo al verde. La canción no ha terminado y hay que avanzar.
Quizá en otro semáforo habrá otra banda, otra canción y otro género. Y así es. Las bandas empezaron a tocar en las calles un poco después de empezar la pandemia.
Ya llegó el otoño y precisamente el fin de semana vi aún a una de ellas, en la calle, tocando.
Ahora sabemos cómo puede sonar una pandemia.
No sólo la música llegó desde lo privado hasta lo público. Al avanzar en el coche, veo que hay puestos de comida que antes no estaban. Pollos asados. Mariscos.
Carne. Entro otros comestibles cocinados. Algunos decidieron utilizar lo que ya sabían —cocinar— y se entregaron a un mundo de posibilidades. Ojalá viéramos nacer una nueva generación de nuevos empresarios.
Es ya el final de septiembre y cada vez más y más restaurantes establecidos empiezan a abrir sus puertas para comer allí mismo. Es muy probable que esos restaurantes conservaron su sazón y recuperarán a sus clientes.
Ojalá hubiera clientes para todos y que el pez gordo comiera en el puesto de comida y/o restaurante más pequeño.