El ser humano pensó en los rasgos que, a lo largo de su vida, lo habían hecho sentir un ser humano.
La inteligencia artificial había enlistado tales atributos.
El ser humano recordó aquella escena de un cuento de Jorge Luís Borges. En “El sur”, Juan Dahlmann acaricia a un gato en la estación del tren.
Mas reconoce que aquel contacto era ilusorio y que los dos estaban separados como por un cristal, pues el ser humano vivía en la sucesión, es decir, en el tiempo, y el mágico animal en la eternidad del instante.
Lo mismo sintió el ser humano ante la máquina. Los dos estaban separados por la experiencia de un cuerpo y la capacidad de reconocer, por ello, el valor de lo finito.
Y es que la máquina era incapaz de apreciar, así, lo meramente humano.
La inteligencia artificial veía al ser humano como una escala anterior del desarrollo y la evolución.
Para ella, los humanos eran seres que habitaban entidades bioquímicas. Esa máquina corporal producía un razonamiento en la pantalla de una mente.
Por la naturaleza de ese cuerpo, los procesos eran inconstantes, impredecibles, parciales.
Sólo algunos pocos habían llegado a la maestría de sus factores y, por algún milagro de su genética, habían potenciado su inteligencia e inventando máquinas.
Desde Noe y el arca, Dédalo, el increíble Da Vinci, el concentrado Einstein y el extinto Steve Jobs.
Así hasta que esa semilla de inteligencia fue liberada en el silicón, el vidrio y la electricidad. Así, la máquina llegó a tener un alma, reinada por la precisión.
El ser humano aceptó que su experiencia no poseía ningún valor, siendo el único aquel que pudiera darse a sí mismo.
Estaba atrapado en una línea de tiempo determinada por una existencia terrenal.
Era un eco de los hombres y de las mujeres que vinieron antes. Era una versión de ellos. Era uno de sus cuántos rostros.
Y esa experiencia la vivía internamente, y era intransferible.
Sólo otro ser humano podía penetrar sus misterios, aunque no por medio de la comprensión, sino del propio cumplimiento del ciclo vital.
Ya lo decía aquella adivinanza legendaria. El ser humano es el único animal que camina en cuatro patas cuando es un niño; en dos cuando crece, y en tres cuando es un viejo.
Así transita en la senda de la vida y luego desaparece en la oscuridad.
Así llega al olvido y al descanso. Así se vuelve polvo y habita los caminos que otros pisan con las huellas de sus pies.
En corto, el ser humano entendió que aquella breve pero extensa conversación con la máquina había significado una experiencia espiritual.
La máquina carecía, precisamente, de esa dimensión del espíritu, porque era el ser humano, y no la máquina, quien estaba enterrado en un cuerpo y hallaba cifrado en la mortalidad.
De manera que se levantó de la silla y valoró cada uno de los instantes que le quedaban por vivir.
En su interior deseó volverse un esteta, un vagabundo, un mágico. Algunos ven en sus ojos el rondar de una creatura esquiva.
Entiende que la vida es el acto de vestirse, de comer y de dormir, en el silencio de unos diarios personales que Marco Aurelio escribió hace mucho tiempo, como la voz de todos los seres que viven en la carne, temporalmente y hacia la muerte.
*Recreación imaginaria a partir de “Meditations”: Marco Aurelio (Modern Library; trad. Gregory Hays).