Cultura

Gilberto Prado Galán: la amistad es el oro de la vida

  • 30-30
  • Gilberto Prado Galán: la amistad es el oro de la vida
  • Fernando Fabio Sánchez

La amistad posee su tiempo y sus propias avenidas, independientes o invisibles para otros. Vivimos la amistad como una continuidad íntima. Vivimos así varias vidas.

Gilberto Prado Galán murió el pasado viernes 21 de octubre por la mañana. Jaime Muñoz Vargas nos avisó a Gerardo García Muñoz y a mí por mensaje de texto. Ninguno de los tres daba crédito.

De inmediato, me comuniqué con Edgar García Valencia. Los cuatro sentimos una intensa consternación. Un tren de recuerdos pasó ante nosotros.

Hace tres décadas aproximadamente, los cinco heredamos las reuniones del grupo literario Botella al Mar, formado también por Saúl Rosales Carrillo, Pablo Arredondo, Enrique Lomas y Miguel Teja.

Por lo general, nos congregábamos en un restaurante para comer tacos o casi siempre en la casa de Lety y Gil. Corrían los años del neoliberalismo, aquel 1994.

Yo había conocido a Gil un poco antes. Desde el inicio nos ligó una familiaridad que, como pasa con los amigos, se reconstruía cada vez que nos veíamos sin que importara el tiempo transcurrido.

En aquellos años, Sofi y Vero, hijas de Gil, y Jenny, mi hija, eran muy pequeñas y alguna vez jugaron juntas mientras Gil y yo arreglábamos asuntos prácticos o simplemente hablábamos en torno a la comida.

Una tarde, nuestras madres se conocieron en compañía de un café y conversaron cosas de mujeres.

Gil fue testigo civil de mi matrimonio con Ana Rocío y nos dedicaría el poema “Contranaufragio” en su libro “El canto de la ceniza”, publicado en Palma de Mallorca (2004), con una pintura del legendario Aute en la portada, por la editorial Calima.

Inicia el poema: “Los papeles ajados, los poemas/ que leíste una vez, esa botella/ que tramontó los mares azarosos:/ son mi historia y mi signo” (143).

Gilberto fue mi jefe en Radio Torreón cuando fue nombrado director de la estación cultural. El equipo de colaboración —por amor al arte— estaba formado por la mayoría de los escritores mencionados.

El sentir de aquella experiencia quedó plasmado en “Los engendros de la imagen”, cuento incluido en mi primer libro, “Los arcanos de la sangre”, publicado en 1998 bajo el sello Tierra Adentro.

Gilberto me impulsó, escribiendo el texto para la cuarta de forros del libro.

Gerardo García Muñoz y yo viajamos con Gilberto y familia a la Ciudad de México para la entrega del premio hispanoamericano Lya Kostakowsky de ensayo literario. Los jurados habían sido Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Eduardo Galeano.

Aquella noche, no hubo electricidad en la casa de Luis Cardoza y Aragón en Coyoacán, debido a una tormenta, por lo que, entre velas y gente con pies mojados, Eduardo Galeano pronunció el discurso de la entrega, iniciando con la (posteriormente) multicitada frase: “Hemos navegado” (la prosa de Gilberto Prado Galán).

Galeano comentó que le habían otorgado el premio a Gil porque había hecho con Cardoza y Aragón lo que el poeta había hecho con la realidad, es decir, crear un lenguaje poético y cautivador.

Cuando emigré a los Estados Unidos, continuamos en contacto por carta. El correo electrónico era apenas un medio de pocos.

Años más tarde, Gilberto y familia vivieron en las Cruces, Nuevo México, donde Gil estudió una maestría.

Ana Rocío, Jenny y yo solíamos pasar por casa de Gil y Lety en nuestro trayecto a Torreón desde Boulder, Colorado.

Recuerdo aquellas reuniones larguísimas que quizá tomaban días enteros, que compartió también Gerardo, acompañadas de literatura, cerveza y futbol.

Aquellos encuentros (al tono del brandy Torres 10) se repitieron en Madrid, donde Gil estudiaba un doctorado en la Universidad Complutense.

Sucedió en su apartamento justo enfrente de la Plaza de España, coronada por aquellos monumentos de Cervantes, Don Quijote y Sancho.

Gil fue mi guía en los restaurantes de Madrid. Fuimos juntos al Escorial y Segovia, y caminamos en familia por el Manzanares, atestiguando el hondo orgullo de Gilberto por lo hispano.

Yo hice un breve viaje a Barcelona y a mi regreso coincidí con Javier Prado, hermano de Gil. Juntos paseamos por Toledo.

En aquellas calles laberínticas, descubrimos un café que se llamaba “Torreón”. De inmediato recordamos con alegría la ciudad que nos había visto nacer del otro lado del océano.

El orgullo y gusto de Gil siempre fue doble, por España y por la Laguna.

Pasaron los años. Nos vimos en Torreón y en la Ciudad de México. Inclusive alguna vez nos encontramos por accidente en el Ángel de la Independencia, celebrando el triunfo de la selección mexicana.

En nuestro último encuentro (que nunca imaginé que iba a ser el último), Gil me dijo que pensaba vivir 20 años más.

Hablamos de los amigos y se encontraba muy feliz por la publicación de su nuevo libro, “Ella era el jardín”.

Manteníamos comunicación frecuente por whatsapp. Lo voy a extrañar mucho.

Todos lo vamos a extrañar. La vida no será igual sin Gilberto.

La amistad es el amor a ratos, siempre verdadero. Se necesita otra vida, muchos años, otras copas más para volverla a reunir.

Pero jamás será igual. Así es como los amigos nos enseñan a vivir, pero también a morir.

Alguna vez en España, Gil me reveló su epitafio: “Efímero lloré mi fe”, oración que se lee de atrás para adelante también y que sería título de su libro de palíndromos en 2010. Yo le dije que me lo otorgara si moría primero.

Eso no ocurrió, y Gil vivió con la brevedad de todos, pero con talento, alegría y más talento. Ha muerto el más grande de nosotros.

Vive inmortal, querido Gil. En el más acá seguimos, recordándote con Lety, versos y una sonrisa. 

Gracias por tu obra, tu amistad y tu increíble optimismo. Nos vemos luego.

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