Fue el psiquiatra Eugen Bleuler quien le pidió a su asistente Carl Jung que escribiera una reseña de un libro misterioso, largo y complejo, cuya primera edición constó de 800 ejemplares: “Interpretación de los sueños” (1899) de Sigmund Freud.
Carl Jung vivía en Suiza y había estudiado en el Hospital Psiquiátrico Burgholzli en Zúrich. Había nacido en ese mismo país en 1875. Tenía 24 años.
El libro proponía que los sueños contienen un significado latente y otro manifiesto; es decir, los sueños ocurren por medio de imágenes, palabras y acciones; pero esa textura enmascara una realidad más profunda cuyo significado es desconocido para el soñador.
Freud construyó su teoría de un sueño que experimentó en el verano de 1895. En el sueño, Freud conversaba con una paciente a quien llamaba Irma.
Luego de hacer un análisis detallado, Freud se dio cuenta de que el sueño representaba sus deseos reprimidos o inconscientes.
Así, estableció que, durante la conciencia, las personas pensamos o experimentamos deseos que nuestro “super yo” no nos permite reconocer o autorizar.
Mas, durante el sueño, la mente nos muestra estos deseos como pedazos de una realidad que está almacenada (y contenida) en el inconsciente.
Podemos imaginar la fascinación que sintió el joven Jung por estas ideas, pues Freud imponía la visión positivista (cientificista) en los eventos que ocurren en el interior de la psique, a la par de otros científicos que estudiaban los objetos del mundo.
Freud ya pasaba de los 40 años. Él y Jung mantuvieron una relación epistolar, intercambiaron estudios y se conocieron por primera vez en Viena al final del invierno de 1907.
Sigmund se erigía como el almirante de aquel conocimiento que abría los arcanos de la mente y la conducta humanas.
El psicoanálisis estaba en estado de formación y de necesaria expansión.
Necesitaba pupilos fuertes, estudiosos y más jóvenes que lo hicieran crecer; que anclaran sus ideas en el rigor y que diseminaran sus semillas en Europa y los Estados Unidos.
Maestro y pupilo viajaron a Massachussets (EU) para asistir a un congreso psiquiátrico en 1909.
Allí se reunieron con una treintena de los más importantes estudiosos de la mente. Fue un momento de triunfo para el psicoanálisis.
Un año después (en pleno inicio de la revolución mexicana), Freud llamó a Jung “el mayor de sus hijos adoptivos, su príncipe en espera de coronación y sucesor”.
Pero Jung tendría otros planes para sí mismo.
En primer lugar, tenía diferencias fundamentales con las teorías freudianas.
En específico, no estaba de acuerdo en que la libido (es decir, el impulso sexual o el deseo de tener sexo, proveniente del principio del placer) fuera la piedra angular de la psique.
En segundo lugar, Jung estaba desarrollando una idea divergente del inconsciente.
Proponía que el sujeto —al nacer— no es una tabula rasa (un estado de vacío y sin marcas que preexiste a las impresiones del exterior) sino que estaba inmerso en un mar de símbolos y arquetipos que ya estaban allí.
Esta idea abrevaba de las teorías de Freud sobre el inconsciente, mas rechazaba el concepto de que éste fuera sólo el receptáculo de emociones y deseos reprimidos.
Jung introdujo así una conexión entre el individuo y una red anterior de significados que los sujetos compartimos como las abejas de un panal. Le llamó el “inconsciente colectivo”.
Y, en tercer lugar, la personalidad de Jung era distinta a la de Freud. Y si el último deseaba imponer en la psicología un yugo cientificista, el primero abrió la puerta a la irracionalidad.
De cierta manera, Jung legalizó la locura y sus materiales mágicos y les dio “tarjeta verde” en la nación de la psique.
La relación entre Freud y Jung se vino abajo. En 1912, Freud viajó a Zúrich pero no visitó a Jung. Jung se sintió ofendido.
Pero ese mismo año, regresó a los Estados Unidos y en Fordham University en Nueva York compartió sus ideas sobre la psique (dos años después de haberlo hecho con su maestro).
En noviembre en la ciudad de Múnich, ambos se reunieron con otros investigadores para comentar bibliografía de interés.
En una de las charlas públicas de Jung, Freud, quien ya pasaba de los 55 años, se desvaneció y su amigo tuvo que cargarlo hacia un diván (una escena llena de decepción, vanidad herida e ironía).
Para ese entonces, Jung ya había publicado “Psicología del Inconsciente” (una reunión de sus presentaciones en EU).
Los dos se verían por última ocasión en un congreso en Múnich en septiembre de 1913.
Pero ese año, algo causó que Jung no sólo enfrentara el peso de su violento (simbólico) fratricidio, sino que también experimentara una desintegración mental.
Jung empezó a tener visiones y a escuchar voces.
Amenazado por una psicosis y temeroso de padecer esquizofrenia, antes de que empezara la Primera Guerra Mundial, se retrajo en su oscuridad para entregarse a una confrontación directa con el inconsciente.
Habitando el caos de la locura, con la sospecha apenas de la razón, escribió una serie de libros y diarios que llamó “El libro rojo” y “Los cuadernos negros”.
En estas obras, Jung nos hablaría, como el doctor Minor, de sus más insospechadas fantasías, tanto personales como colectivas…