En 1857, en la Biblioteca de Londres, el poeta irlandés Richard Chenevix Trench dio un discurso que definió el espíritu del que sería el Diccionario Oxford de la Lengua Inglesa.
Dijo que tal obra debería contener la historia de cada palabra, ya que algunas son muy antiguas y existen todavía. Algunas son nuevas y se desvanecen como efímeras.
A pesar de todo, algunas emergen en una vida y cruzan a la siguiente y luego a la siguiente, y parece que permanecerán.
Es de especial importancia que el diccionario defina el nacimiento de cada palabra.
No necesariamente cuándo fue por primera vez dicha, sino cuándo se le escribió.
Este diccionario debe ser un monumento histórico, la historia de la nación vista desde un punto determinado, y los malos caminos en los que el lenguaje se ha desbalagado, ya que son tan ilustrativos como los correctos.
Así dijo Trench.
Herbert Coleridge, nieto de Samuel Taylor, fue el primer editor del diccionario.
En 1858, se hizo una convocatoria para que voluntarios leyeran libros de cuatro periodos de la historia inglesa: de 1250 a 1526 (año en que se publicó por primera vez el Nuevo Testamento en inglés), de este año a 1674 (el año en que Milton, autor del Paraíso perdido, murió), y de 1674 hasta el día presente.
Los lectores tendrían que realizar listas de palabras de todo lo que leyeran. Luego deberían regresar a las palabras que el equipo editorial les indicara.
Así, cada lector producía una tarjeta con la palabra, y luego una oración que demostrara su uso, seguido por el título del libro o fuente, el volumen y número de página.
Más de seis millones de tarjetas fueron proveídas por los voluntarios. El editor no sabía qué hacer con tal material.
Sin duda, el proyecto tomaría más de los dos años que había pensado y mucho más esfuerzo del previsto.
Murió al poco tiempo.
Un miembro de la Sociedad Filológica y parte de la élite inglesa, Frederick Furnivall, tomó la cabeza del proyecto.
Furnivall era coqueto y carecía de tacto o discreción. Ofendía a muchos con su franqueza, en especial en conversaciones en que descalificaba a la iglesia y se oponía a las diferencias de clase.
Contrató un equipo de subeditores que organizaron las tarjetas que los lectores seguían enviando. Llegó a haber dos toneladas de material.
Pero después los lectores dejaron de enviar colaboraciones y parecía que el proyecto se extinguía.
En la Sociedad Filológica había conocido a un escocés, alto y pelirrojo, autodidacta, políglota, padre de 11 hijos en total, que había trabajado en el mostrador de un banco y que, con mucha autoridad, había escrito un libro sobre el dialecto del sur de Escocia. Se llamaba James Murray, el profesor.
Furnivall pensó que Murray podía hacerse cargo del diccionario.
Murray entonces fue puesto a prueba. Debía escribir las entradas de cuatro palabras: arrow, carouse, castle y persuade (flecha, juerga, castillo y persuadir), y al entregar las pruebas de estas palabras convenció a un comité de Oxford que era conocido por su altivez, su pedantería irritante y fiscalización rapaz.
Tomó la silla de editor en 1879 y dio dos órdenes iniciales. La primera fue construir un cobertizo de acero, al que llamó Scriptorium, y en el que editó el gran diccionario.
La segunda fue publicar una convocatoria de 4 páginas a “todo el público lector y hablante de la lengua inglesa”.
Dijo: “el comité necesita la ayuda de los lectores de la Gran Bretaña, Estados Unidos y las colonias inglesas para que continúen con el trabajo que iniciaron lectores voluntarios hace veinte años”.
Aquellas cuatro páginas se difundieron a lo largo de los territorios de habla inglesa.
Y uno de esos volantes, posiblemente guardado en un libro, fue a dar a las manos de William Minor, en una celda del bloque 2 del Manicomio Broadmoor para los dementes criminales.
Minor empezó a enviar colaboraciones a Murray para ser incluidas en el diccionario, sólo que en cada una de las cartas escribió su dirección verdadera; aunque, deliberadamente, omitió la palabra “manicomio”.
Esa palabra revelaba la historia de cómo había llegado allí.