Las catástrofes, como las guerras, suelen producir lo que se llama el “efecto bandera”, es decir, un aumento rápido, casi automático de la popularidad del que está al mando, sea quien sea (a veces tocará Winston Churchill, a veces Boris Johnson o George W. Bush). No tiene ningún misterio, en tiempos de incertidumbre la gente busca algo a lo que aferrarse, y se vuelve hacia la autoridad, insisto, de quien sea, en busca de alguna clase de protección. Y por eso las catástrofes son también propicias para llamar a la unidad, para pedir que se dejen de lado las diferencias, los intereses particulares. Nadie quiere que se le acuse de mezquindad: la patria es primero. Pero todo está en los modos.
Puede parecer extraño que desde el gobierno se convoque a la unidad, que se pida a todos sumarse al esfuerzo común, mientras se insulta a la oposición, se amenaza, se insiste en las diferencias, se hostiliza a los críticos —como lo hace Pedro Sánchez en España, por ejemplo. Y, sin embargo, es enteramente lógico. Si un liderazgo se ha construido mediante la polarización, no es posible renunciar a ella, a riesgo de tener que renunciar también al liderazgo. Por otra parte, una situación de crisis permite explotar al máximo el antagonismo.
En primer lugar, los enemigos hacen falta, mucho más que en tiempos normales. Cuando la gente tiene miedo, se lanza contra quien sea: contra los extranjeros, los vecinos, contra los médicos, y al final puede lanzarse también contra el gobierno. De modo que conviene siempre contar con un chivo expiatorio al que se pueda señalar cuando las cosas vayan mal (y es fácil que vayan mal). En general, lo que queda más a mano es culpar a los ricos, a los poderosos, o a quienes la gente imagina que son los ricos y los poderosos, y se puede decir que pretenden lucrar con el desastre. Y en el mismo paquete cabe cualquiera que se resista a lo que exige la autoridad (que es por el bien de todos). Es decir, que si se mantiene el antagonismo a temperatura suficiente, la catástrofe permite exigir, en aras de la unidad, la rendición incondicional de los opositores —si no quieren que se les trate de traidores.
La retórica para los tiempos de desgracia es la de la lealtad, el amor a la patria, el sacrificio, la solidaridad. Y para explicar las decisiones dolorosas (las que van a doler a los demás, se entiende), el lenguaje neutro, sereno e implacable de la ciencia. Imparcialidad, responsabilidad, el bien de todos. Pero la política tiene su lógica: las catástrofes sirven para concentrar el poder, o para destruirlo. El “efecto bandera” es superficial, vulnerable, caduco, pero es un punto de partida, tiene que justificarse en los hechos con gestos de autoridad. El miedo aporta la legitimidad que haga falta: lo aprueba todo, lo autoriza todo. Pero además la severidad de la crisis obliga a adoptar medidas excepcionales, urgentes, inmediatas, gravísimas, que no admiten la lentitud de los procedimientos habituales. Finalmente, la desarticulación del orden institucional, producto de la catástrofe, el miedo, el sentido de urgencia, hace casi necesario el mando personal.
Y de la peste nace una nueva autoridad.