El regreso a clases es un ritual que, año tras año, abre nuevos espacios de socialización donde infancias y juventudes buscan generar experiencias inéditas, con la expectativa de causar una buena impresión entre sus compañeras y compañeros, así como con el profesorado.
Sin embargo, este momento también atraviesa dinámicas sociales complejas, que van desde las condiciones económicas de la comunidad estudiantil hasta su capacidad por desarrollar habilidades sociales.
Desafortunadamente, el primer día de clases no es igual para todas las personas.
En ese microcosmos escolar, se reflejan las primeras tensiones y conflictos entre la comunidad educativa e incluso con las autoridades del plantel.
Este retorno no solo marca el inicio del aprendizaje académico, sino que también representa la inmersión en un espacio donde se reproducen las dinámicas de poder, control y resistencia características de la sociedad en general.
En este contexto, es posible identificar al menos dos tipos de violencia que pueden manifestarse.
Por un lado, la violencia simbólica, que se expresa a través de palabras, gestos, actitudes o normas que refuerzan la dominación y perpetúan desigualdades basadas en género, clase o estatus.
Por otro lado, está la violencia física, más evidente, que se materializa en actos de agresión directa como golpes, empujones, entre otras formas de maltrato corporal.
Ninguna de las dos es aceptable en un ambiente de aprendizaje.
Frente a esta realidad, es imperante que tanto en el entorno escolar como en el familiar se generen espacios de reflexión que visibilicen estas interacciones negativas.
Es necesario diseñar estrategias para contener estas dinámicas violentas, que en gran medida pueden prevenirse a partir del reconocimiento y análisis de la problemática.
La respuesta ante la violencia debe centrarse en fortalecer los lazos comunitarios y reducir la brecha de desigualdad entre estudiantes.