La pandemia trastocó el mundo tal como lo conocemos. Puso de cabeza a la economía: empresas como Zoom se convirtieron en gigantes globales de la noche a la mañana. Para cuidarnos, tuvimos que apagar la economía. Una crisis autoinfligida. La política se sumió en debates interminables sobre el cubrebocas y la libertad. Nos encerramos como sociedad, debimos cambiar nuestros hábitos de interacción social. Las escuelas cambiaron. Las prioridades de nuestras vidas fueron otras. La pandemia alteró todo y no necesariamente para mal.
Una herencia positiva de la pandemia es la valoración del espacio público. Luego de décadas de individualismo, de encerrarnos -voluntariamente- en cotos para no tener contacto con la ciudad, como sociedad nos dimos cuenta lo importante que es la urbe como espacio de encuentro. En las calles se han multiplicado aquellos que caminan, andan en bici o corren. El encierro obligado nos abrió los ojos frente a esta realidad. Qué importante es habitar el espacio público, tanto para la salud individual como para el combate a la violencia.
Otro elemento destacable es la estima social a la ciencia. Ciertos discursos políticos habían equiparado ciencia con elitismo. “Ciencia neoliberal”, le llamó la titular del CONACYT, María Elena Álvarez-Buylla. Vimos respuestas de gobiernos que escucharon a los científicos -Alemania, Francia o Nueva Zelanda- frente a regímenes populistas que minimizaron la pandemia y sus consecuencias -Estados Unidos de Trump, Brasil de Bolsonaro o México. No obstante, la ciencia demostró su utilidad para salvaguardar la vida de aquellos que habitamos el planeta. La posibilidad de desarrollar una vacuna en meses para atender la pandemia fue un milagro científico.
Murió el “sálvese quien pueda”. Durante décadas nos han dicho que el dinero es todo lo que se necesita para evitar cualquier problema. El capitalismo salvaje, sin un Estado de bienestar que garantice derechos y libertades para todos, nos sume en una guerra en donde cada uno busca salvarse por su propia cuenta. La pandemia nos demostró que estamos interconectados. O salimos todos de la pandemia o nos hundimos todos. El uso del cubrebocas o la vacunación no sólo son actos de defensa propia, sino también la solidaridad del individuo con aquellos con los que convive. No digo que no impere esta lógica económica, pero cada vez entendemos con mayor claridad que es necesario apostar por salud pública de calidad, hospitales a la altura de los desafíos, personal médico bien pagado y descansado. Tener un sistema de salud destruido en México, en conjunto con las malas decisiones del Gobierno, explican las cifras de muerte en nuestro país. Globalmente, hay una relación directa entre inversión en salud pública para todos y menos mortalidad en la pandemia.
Destacaría, también, la concientización sobre las enfermedades mentales. La ansiedad, angustia y depresión se elevaron como nunca. Encerrados en casa, sin certezas sobre el futuro y con nuestras economías pendiendo de un hilo. Caldo de cultivo para la explosión de enfermedades. Ni salir a caminar podíamos. De acuerdo con la Universidad de Guadalajara, las enfermedades mentales se dispararon en un 30% durante el primer año de la pandemia. Lidiar con ello se volvió algo común en nuestras casas. Entendimos que las enfermedades mentales se deben atender de la misma forma que se atiende un dolor de cabeza o un golpe en la rodilla. Padecer ansiedad o depresión no te hace ni menos fuerte ni un loquito. No sólo es medicamento, también el acompañamiento psicológico y la comprensión de aquellos que te rodean.
La pandemia nos ha permitido volver a dimensionar lo que significa vivir bien. Cuando nos decían en medio de la crisis sanitaria: ojalá que todo vuelva a ser como antes. Yo pensaba: ojalá y no. La forma en la que concebimos la vida en la ciudad atenta contra nuestro bienestar. Hasta la coronilla de estrés, vamos a toda velocidad por las calles sin notar prácticamente nada de lo que pasa a nuestro alrededor. Trabajamos como locos. Duramos cuatro horas al día encerrados en el auto, pitando en cada semáforo y de malas. No hay tiempo para comer como se debe, dormir las horas necesarias. La pandemia nos dejó más trayectos en bicicleta, más gente que valora su tiempo y no tanto lo que le pagan, más personas que quieren equilibrar su vida entre trabajo y ocio, más personas que apuestan por el trabajo a distancia. Valoramos la vida en sociedad, pero también el tiempo y la salud como nuestros tesoros más preciados.
Me considero un optimista racional. Siempre creo que el futuro será un poco mejor. La pandemia nos traumó. Sentimos miedo, ansiedad e inseguridad. Mi hija de cinco años tiene media vida usando gel, cubrebocas y desinfectantes. Media vida diciéndole que no puede abrazar o dar besos. Ya ni siquiera sabemos cómo saludar. La herida emocional por la pandemia es enorme. Sin embargo, hay cosas que podemos rescatar y que nos pueden hacer una sociedad mejor y que viva mejor. No todo lo que dejó la pandemia fue malo.
Enrique Toussaint