
Las palabras no son inocuas. No se las lleva el viento. Son el corazón mismo de la política. La democracia nació -en la vieja Grecia- como deliberación. No nos podemos entender entre distintos sin la palabra. El origen etimológico de la palabra discurso proviene del latín discursus (discurrir) que significa “ir de un lugar a otro”. Por eso el filósofo Byung-Chung Hal considera que la polarización es la muerte del discurso. La muerte de la capacidad política de discurrir hacia los otros. Y sin esa capacidad, no hay entendimiento posible. No hay política posible.
El presidente Andrés Manuel López Obrador tenía dos caminos cuando arribó a Palacio Nacional. Podía, por un lado, comprender el gran aval democrático obtenido en las urnas y construir un gobierno para todos. Mirando -como debe ser- especialmente a los que más sufren, pero sin olvidar que es el presidente de todos los mexicanos. Sean ricos o pobres. De derecha o de izquierda. Católicos o judíos. Del norte o del sur.
El otro camino era el de la polarización perpetua. Construir una narrativa que divide a México en “chairos” y “fifís”, en “conservadores” o “liberales”, “aspiracionistas” o “el pueblo bueno”. Dicotomías simplonas que no sirven para explicar nada, pero son efectivas para mantener a los ejércitos políticos en pie de guerra. La polarización es a la política como la amígdala a la ansiedad. Se activa para mantenernos en estado de alerta constante. No perder de vista que hay un enemigo que se esconde detrás de un periodista crítico, de un activista de la sociedad civil o de un diputado de oposición. El presidente optó por el enfrentamiento y la polarización. No hay marcha atrás.
Hace unos años, en 2011, Paul Krugman -en el New York Times- escribió un artículo titulado “Clima de odio”. Luego del atentado en Arizona contra la representante demócrata Gabrielle Giffords, el economista sostuvo que el discurso polarizador del Tea Party (la facción más ultra del Partido Republicano) era tóxico y creaba un imaginario de eliminación del adversario. No de debate o disenso, sino de borrar del mapa al enemigo. Es el fascismo: borrar la otredad.
Reza el dicho que “quien siembra vientos recoge tempestades”. Ni siquiera los criminales han merecido la clase de descalificaciones presidenciales que sí han tenido que aguantar los periodistas. Haga usted un repaso por la hemeroteca. Prensa vendida, corruptos, calumniadores, el hampa del periodismo, chayoteros, conservadores, sicarios. Enemigos del régimen citados con nombre y apellido en las mañaneras. Los insultos presidenciales contra la prensa son replicados por los medios afines al gobierno y por la estructura que Morena despliega en las redes sociales. Esto provoca un clima de odio contra los comunicadores que osan criticar a López Obrador. El disenso está prohibido. El presidente apunta al enemigo y el resto es la operación de acoso habitual de los incondicionales.
Detrás del clima de odio, la polarización y el discurso denigrante, existe también una tendencia muy preocupante en la política contemporánea: la deshumanización de quien no piensa como tú. Lo aborda con lucidez Martha Nussbaum en su “monarquía del miedo”. El miedo es un instrumento al servicio del conflicto y la polarización. Para lograr su cometido, la narrativa debe fincarse en la ilegitimidad de la posición política del otro. O en las ideas que sostiene. Equiparar al periodismo con el hampa y con los criminales, es carta abierta para ser tratados así. La degradación del lenguaje no es una coincidencia. Busca crear la percepción que sólo existe una política correcta, unos principios adecuados, y el resto son operaciones mafiosas para desestabilizar a la autollamada Cuarta Transformación.
Como lo demuestra Ezra Klein, la polarización en distintos países del mundo -alentada por líderes demagógicos como Trump, Bolsonaro, Maduro o Abascal- ha tenido como consecuencia que consideremos que el otro es el demonio o la encarnación del mal. Bolsonaro trazó su discurso para buscar la reelección como una guerra entre el bien y el mal. López Obrador no está tan alejado de esa senda. Su relato de la vida nacional parte de una supremacía moral. Sus valores están por encima de aquellos que defienden sus adversarios y, por ello, puede violar la ley, saltarse la Constitución o destruir instituciones. Es moralmente superior, según él y los suyos.
México ya es un país peligroso para ejercer el periodismo. Diría más, es un país peligroso para ejercer la crítica y hablar con la verdad. Se asesinan activistas y periodistas con una impunidad muy dolorosa. El atentado contra el periodista Ciro Gómez Leyva entra en esta lógica. Es realmente sencillo acercarse a un comunicador y dispararle a unos cuantos metros. Si Gómez Leyva hubiera sido un reportero de calle, hoy estaría muerto. Su camioneta blindada le salvó la vida. Ha habido muchos que nunca tuvieron ese privilegio.
Las redes sociales se llenaron de mensajes pidiendo mesura al presidente. Pidiéndole a López Obrador que modere sus discursos de odio contra la prensa. No sé usted estimado lector, pero yo no creo en milagros. Me parece altamente improbable que mañana amanezca el inquilino de Palacio y decida no alimentar a la bestia de la polarización como lo ha hecho desde el primer día de su gobierno. Por el contrario, López Obrador seguirá sembrando insultos para mantener a sus simpatizantes alerta frente al enemigo que busca derrocarlo (en su imaginación, claro está). Sin embargo, desde los medios, la prensa, las familias, las empresas, las escuelas sí se puede luchar contra la polarización. Escuchando más y gritando menos. Argumentando más y adjetivando menos. Entendiendo más y juzgando menos. Viviendo más y navegando menos en las redes sociales. Enfocando más en los problemas del país y dando menos relevancia a los insultos desde la Presidencia. Al final, optar o no por el conflicto es también una decisión social e individual. Salir del clima de odio es esencial para devolver la dignidad a la política.
Enrique Toussaint