Cultura

La doctrina Olivera

Luis Miguel Morales

Hace diez años el doctor Rafael Olivera Figueroa me atendió de una bronquitis en el sanatorio San Agustín. Rondaba ya los 90 años y sin embargo estaba lúcido, en pleno uso de sus facultades para ejercer la medicina. Sabía que yo era escritor por haber leído mi ficha clínica y me dio trato de colega, pues él también había publicado varios libros, entre ellos Jornada de errores médicos, un best seller de los años ochenta. Olivera no sólo resultó un escritor mucho más leído que yo, sino un filósofo dispuesto a compartir su sabiduría. Le conté que la víspera me había quitado el sueño un pleito nocturno con mi pareja y en el tono de un afable patriarca me aconsejó:

--No le lleve nunca la contraria a su señora. Si ella quiere pintar la casa de un color horrible, aplauda su buen gusto. Si compra cosas inútiles, nunca le reclame nada: al contrario, dígale “qué lindo florero compraste, mi cielo”. Si se empeña en elegir un mal colegio para los niños, cállese sus objeciones. Ella siempre tiene la razón, grábese bien esa regla de oro. Así he tratado a mi esposa y la tengo hecha una seda.

--Bueno, claro, si la dejo dominarme nos llevaríamos mejor – sonreí con escepticismo--, pero yo no podría soportar ese grado de sumisión.

-- ¿Y para qué necesita mandar en su casa? No le jale la cola al tigre: ceda en todo y verá qué bien lo tratan.

--¿Y si ella se aprovecha de mi mansedumbre para pisotearme?

--Peor le irá si repela por cualquier cosa. Obedézcala como obedecía a su mamá, si quiere vivir feliz.

En aquel tiempo no me convencieron los argumentos del doctor Olivera, pero ahora, con menos energías para librar batallas conyugales, reconozco que su doctrina se basa en un hecho incontrovertible: el carácter utópico del anhelado equilibrio de fuerzas en la pareja. Quizá nadie haya podido alcanzarlo, porque la voluntad de poder suele ganar el juego de vencidas con el amor. Ante esa imposibilidad, lo que Olvera me recomendaba era simplemente aceptar el principio básico del amor romántico: la entrega absoluta al ser amado que busca en última instancia la anulación del yo. La angustia de perder el albedrío al dejarse avasallar por la pareja, un temor que agobia por igual a hombres y mujeres, desaparecería, en efecto, si uno se resignara a ceder el timón del alma, como mi venerable interlocutor.

Pero una circunstancia conspira contra ese ideal amoroso: el individualismo que nos inculcan desde la cuna. En el mundo moderno, donde la independencia es un valor supremo, los hombres y las mujeres sometidos a una voluntad más fuerte son objeto de escarnio, pues a los ojos de la sociedad no tuvieron el temple de carácter necesario para lograr una relación entre iguales. Quizá puedan sobrellevar ese descrédito, pero, ¿no les dolerán las quejas de su ego martirizado? Ciertamente los amantes que aceptan su yugo como un karma no se arredran ante las hemorragias del orgullo, más bien las utilizan para “ameritarse en la sombra” como diría el bardo zacatecano. Su mayor sacrificio es cambiar de personalidad para ceñirse a los gustos del ama o el amo que los gobierna. Pero quien se anonada a tal extremo para complacer a la pareja, ¿no correrá el riesgo de perder los rasgos de carácter que le permitieron conquistarla? ¿No se ganará el menosprecio del dictador o la dictadora que previamente le robó el alma?

La metamorfosis que propone la doctrina Olivera tiene sin embargo un ángulo rescatable, desde el punto de vista de la pasión correspondida. La idea de que los amantes alcanzan la plenitud al desmoronarse, como los fuegos de artificio que estallarán en el cielo esta Nochevieja, reviste un singular atractivo para los intrépidos kamikazes del amor loco. Si la renuncia al yo fuera simultánea y nadie quedara en una posición de supremacía, desdibujarse como individuo podría ser un éxtasis fabuloso. Pero es más fácil lograr eso en un pacto suicida que en la convivencia diaria con la pareja, donde la lucha por el poder tarde o temprano adultera las emociones puras.

El temor de incurrir en una entrega unilateral, de estar cediendo demasiado a cambio de nada, sólo se puede combatir con una fe ciega en el ser amado, una disposición de ánimo que los místicos ejercitan a diario. Pero ese temple de carácter tiende a desaparecer o quizá no haya existido nunca fuera de la religión. La doctrina Olivera es menos ridícula de lo que parece, pues el robusto individualismo de la sociedad moderna, que Michel Houellebecq ha sometido a una inclemente vivisección en sus admirables novelas, no promete siquiera un simulacro de felicidad. Por lo general nos percatamos de ese fiasco en el tránsito de la madurez a la vejez, cuando empiezan a revertirse contra el individuo autosuficiente las victorias pírricas del amor propio. Entonces dejan de parecernos dignos de lástima los agachados que renunciaron a esa bagatela.

Enrique Serna

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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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