Cultura

La armonía envilecida

En vista de los asesinatos registrados a últimas fechas en antros de Cuernavaca, el presidente de la Asociación de Discotecas y Centros de Espectáculo de Morelos, Humberto Arriaga, anunció la semana pasada que ya no se tocará música de tambora sinaloense ni reguetón en los bares y centros nocturnos de la ciudad. Con esa medida, la asociación espera ahuyentar a los narcos de sus establecimientos, para que la clientela se sienta segura (Proceso, 27/X/2021). Dudo mucho que la censura anunciada surta efecto, pues buena parte de la juventud ya perdió por completo el sentido de la armonía y no faltarán empresarios dispuestos a embrutecerla. Pero incluso si la prohibición se aplica a rajatabla, sólo conseguirá revestir el reguetón y la horrísona música de banda con la irresistible aureola de lo prohibido.


A estas alturas ya no sabemos si la degradación del gusto musical es una causa o una consecuencia del pandemonio delictivo, pero nadie puede negar que hay un vínculo entre ambos fenómenos, pues la expansión del crimen organizado coincide con el éxito a gran escala de los géneros musicales prohibidos en Cuernavaca. En tiempos de nuestros abuelos, la canción ranchera y el bolero acreditaron en todo el mundo la belleza de la canción mexicana, pero desde hace treinta o cuarenta años, el gusto de los narcos, adoptado por sus legiones de admiradores, determina la evolución de la música popular. A ninguna autoridad cultural o educativa parece dolerle su decadencia, ni los estragos de la barbarie acústica en la psicología de las masas.

Como si predijera la triste realidad mexicana del siglo XXI, Platón esbozó esos estragos en el capítulo de La República dedicado a la educación musical. En la antigua Grecia, la música era el pilar de la educación, el cultivo del espíritu que debía predominar sobre la gimnasia, pues los estados que daban prioridad al adiestramiento militar de la juventud, como Esparta, propiciaban, según Platón, un embotamiento de la sensibilidad que rebajaba al hombre a la condición de bestia. En su modelo de sociedad ideal exhortó a los magistrados de Atenas a considerar la música una “ciudadela del Estado perfecto”, pues inculcaba el amor al orden y el respeto a las leyes. Opuesto a cualquier desenfreno en el campo de las armonías, presagió el daño social que podía causar su infracción: “Al principio, el desdén a las leyes musicales no hace más que insinuarse poco a poco. Luego se infiltra en los usos y costumbres, invade el campo de las relaciones humanas, llega a las leyes y ataca los principios de la gobernación con la mayor insolencia, causando la ruina del Estado y los particulares”

Ninguna tradición musical se puede petrificar, y en eso Platón pecó de conservador, pero cuando la música se vuelve una ciudadela del caos, como está ocurriendo en México, fomenta un estilo de vida fundado en el atropello del prójimo. El reguetón es una peste universal, pero el auge de la tambora se debe a circunstancias locales. A mediados del siglo XIX, los inmigrantes alemanes asentados en Sinaloa patrocinaron las bandas militares que tocaban en las plazas públicas. El pueblo se acostumbró a escucharlas y más adelante surgieron grupos musicales que empleaban los mismos instrumentos (trombones, tambora, tubas, etc.), muy apropiados para infundir valor a las tropas que van a la guerra, pero no para tocar canciones de amor. La mayor aberración de la banda sinaloense consiste en querer expresar emociones tiernas con un arsenal de metales y tambores atronadores. Su ruido se puede tolerar a cuarenta metros de distancia en una plaza pública, nunca en un espacio cerrado.

La afición a la tambora se propagó por todo México a partir de los años ochenta, justamente cuando el cártel de la región impuso su ley en el país entero, pues quien derrama dinero a manos llenas despierta por doquier un afán de emulación. Se trata, pues, de una moda claramente aspiracional, que adoptan quienes admiran el tren de vida fastuoso y la personalidad arrogante de los matones. Sinaloa es una tierra de grandes cantantes y compositores: Pedro Infante, Lola la Grande y José Ángel Espinoza “Ferrusquilla”, entre los más famosos. No creo, sin embargo, que el éxito de la tambora enriquezca en absoluto nuestro folclor. Cientos de balaceras amenizadas a tamborazos confirman, por el contrario, las predicciones platónicas sobre el envilecimiento de la armonía. Quien se aturde oyendo varias horas estos remedos de marchas militares, entre fuertes dosis de mezcal y coca, rompe los vínculos que lo atan a la especie humana y vuelca en los demás la agresividad que le contagiaron los trombones y las percusiones. Los mariscales prusianos nunca imaginaron que el trasplante de sus bandas a México daría tan buenos resultados en materia de motivación belicosa.


Enrique Serna 

 

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Enrique Serna
  • Enrique Serna
  • Escritor. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM. Ha publicado las novelas Señorita México, Uno soñaba que era rey, El seductor de la patria (Premio Mazatlán de Literatura), El vendedor de silencio y Lealtad al fantasma, entre otras. Publica su columna Con pelos y señales los viernes cada 15 días.
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