Hace un par de años, mi familia y yo decidimos aventurarnos a conocer Tlalpujahua. Era el mes de diciembre y se anunciaba la feria de las esferas. Convencí a mi esposa e hijas adolescentes de ir. Era media tarde y aún no comíamos, así que el humor no era el mejor.
Durante el camino les describía lo que imaginaba que íbamos a encontrar: buscaríamos un buen restaurante y comeríamos tarde para después ver las hermosas esferas; buscaríamos la mejor tienda que ofreciera las mejores y las más especiales, para llevar un buen recuerdo a casa y adornar nuestro árbol de navidad. Imaginábamos un San Miguel de Allende versión Michoacán.
Sin abundar demasiado en lo sinuoso y largo del camino, logramos llegar. ¡Oh, sorpresa!, encontramos un pueblo abarrotado: una mezcla de gente local, turismo nacional y un desfile carros alegóricos que bloqueaban todas las calles del pueblo en un espectáculo musical de Frozen tropicalizado, con nieve artificial.
Luego de muchas vueltas y mucho tiempo, logramos estacionarnos y de inmediato nos dimos a la tarea de encontrar un bonito restaurante en el pueblo, cosa que no conseguimos: no había un buen restaurante y las fondas que encontramos estaban abarrotadas.
No teníamos demasiado tiempo ya que debíamos regresar y las recomendaciones de Trip Advisor se reducían a fondas y un hotel no muy atractivos. Optamos por comer unos esquites, pues ya era tarde y mis hijas morían de hambre.
Para colmo de males, al estar cobrando a otro cliente, nuestra cocinera tiró una moneda de 5 pesos en el contenedor del queso con el que aderezaba elotes.
De inmediato nos dirigimos al mercado de las esferas: recorrimos uno y otro local, puestos fijos y ambulantes que ofrecían lo mismo. No había algo realmente especial, distinto, original; eran los mismos productos en uno y otro sitio: misma forma, mismos acabados, colores, tamaños, etcétera. Después de varias vueltas, aterrizamos en un pequeño taller familiar que hacia, sí, las mismas esferas. El propietario nos invitó a hacer unas y poner nuestros nombres en ellas, ahí nos platicó que todos usaban la misma materia prima, porque es a lo que tenían acceso, las técnicas se iban pasando de padre a hijo y a veces, habiendo trabajado en talleres más grandes, se aprendía la técnica y de ahí se replicaba. Compramos un par de cajas de esferas iguales a todas, que por cierto, terminaron como regalo.
Aquella aventura parece un sueño del pasado. La actual crisis de salud, económica y la incertidumbre hacen casi imposible imaginar dicha empresa (al menos en el mediano plazo).
Los nuevos hábitos que deberemos implementar los seres humanos, sin mencionar los riesgos de seguridad que la posible crisis económica podría desatar. Este encierro provocado por el covid-19 nos ha dado oportunidad de pensar, reflexionar y experimentar muchas cosas, hemos roto paradigmas con respecto a hábitos físicos, comerciales y hasta intelectuales, hemos descubierto en las redes posibilidades que van desde adquirir bienes o servicios hasta aprender un idioma, a cocinar o una rutina de ejercicio.
Muchos comenzamos a usar las plataformas de comercio electrónico para adquirir cosas que jamás hubiéramos imaginado, sin saber si vienen de China, de Estados Unidos o de alguna parte de la República Mexicana.
El caso Tlalpujahua es un pequeño ejemplo de la gigantesca oportunidad que tenemos para replantearnos como nación e impulsar el desarrollo y florecimiento de micro, pequeñas y medianas empresas sin tener que recurrir a inversiones y ocurrencias que no llevarán a nada más que a tirar el dinero a la basura. ¿Cómo?