“Una patria sin su pueblo es una construcción vacía, pero también una nación sin su historia, sin monumentos, sin sus palacios y museos carece de alma.”
Víctor Hugo
Hace 176 años, Víctor Hugo, uno de los mayores críticos de la desigualdad humana, escribía obras tan crudas y profundas que provocaban vergüenza y reflexión en una sociedad donde los más pobres y los más ricos estaban tan apartados que ni siquiera existía esperanza para quienes nacían con poca suerte.
La colonia Roma, construida a partir de los primeros años del siglo XX sobre lo que alguna vez fue el pueblo prehispánico de Aztacoalco, fue desarrollada por un soñador: un empresario circense de apellido Orrin. Él soñó, impulsó y logró crear una colonia que hoy es uno de los pilares culturales de nuestra ciudad.
En sus plazas y parques conviven, se inspiran, se ejercitan y se enamoran todo tipo de personas y personajes: mexicanos y extranjeros, artistas, poetas, cantantes, ricos y pobres, de todas partes y, a veces, de ningún lugar.
Tan importante y trascendente es esta colonia que inspiró una película dirigida por Alfonso Cuarón, titulada precisamente Roma. Su impacto fue tal que ¡se llevó tres premios Óscar! Llenando de orgullo a todos los mexicanos y despertando admiración en el mundo entero.
En fechas recientes, hemos sido testigos de convulsiones sociales en distintas latitudes del planeta, con ciudadanos incómodos en sus propios países, incluido el nuestro.
México —y en particular nuestra presidenta, Claudia Sheinbaum— tiene hoy la oportunidad de ordenar la casa y enviar un mensaje de acogida: primero a los nuestros, y luego —o al mismo tiempo— a todos aquellos que buscan refugio en nuestro hermoso país.
Las tiendas, los restaurantes, las galerías, o simplemente la arquitectura de la Roma, nos transportan mentalmente a otros planos, épocas y lugares donde podemos soñar e imaginar lo que fue o lo que podría ser de nuestro entorno… y de nosotros mismos.
Es claro que el gobierno de Clara Brugada debe gobernar para todos, pero vivimos momentos demasiado delicados como para iniciar campañas de polarización. Me pregunto: ¿qué hubiera pasado si, durante la marcha del día de ayer, un extranjero hubiera resultado herido? ¿O un niño? ¿Y si uno de esos petardos hubiera alcanzado a un turista?
El pasado 4 de julio se vivió en dos colonias y sus alrededores un ambiente de hostilidad y agresión con enormes riesgos geopolíticos. “¡Fuera gringos!”, gritaban manifestantes encapuchados. Pero, para empezar, ¿quiénes son esos “gringos”? ¿Americanos? ¿Canadienses? ¿Franceses, irlandeses? ¿O cualquiera que no encajara con la identidad de los agresores?
¿No será que la incomodidad de ciudadanos de otros países es, en realidad, una oportunidad para acoger, dar la bienvenida y demostrar el gran valor que tenemos como nación, como mexicanos y como sociedad? ¿O queremos confirmar la imagen distorsionada que algunos están tratando de construir sobre nosotros?
Creo que la jefa de Gobierno, Clara Brugada, y nuestra presidenta, Claudia Sheinbaum, tienen hoy una oportunidad enorme para enviar un mensaje al mundo: que en México, los mexicanos valemos por nuestro pueblo, por nuestra gente, por el magnífico servicio de nuestros chefs, meseros, empresarios, hoteles… Y que también podemos sentirnos orgullosos de las imágenes que esos “gringos” de todo el mundo comparten en sus redes sociales, sobre las hermosas experiencias que viven y conviven aquí, en un país que debe ser de todos.
Hoy, más que nunca, cuando somos testigos del sufrimiento de un ciudadano arrancado del hogar que construyó aquí, debemos responder con altura: una cachetada con guante blanco que muestre quiénes somos realmente, y no encajar en el molde que otros quieren proyectar.
México sin su gente no es nada. Sin su pueblo, un restaurante sin chef ni meseros no es nada. Un hotel sin su cálido personal, tampoco. Un museo sin arte, menos aún. Pero jamás olvidemos que, para que existan restaurantes, museos, construcciones, hoteles, etc., necesitamos de todos.
Hoy tenemos la gigantesca oportunidad de mostrar al mundo lo extraordinarios que somos como anfitriones. Y que, cuando en otros lugares se hable mal de nosotros, haya miles de embajadores que puedan decir con conocimiento de causa:
“Yo visité, viví y disfruté de la Ciudad de México, y lo que viví marcó mi vida para siempre. Jamás lo olvidaré.”
Y que ese recuerdo sea positivo —no una cicatriz física ni emocional.