Pasó en su silla de ruedas, conducida por la mujer que sus hijos le contrataron como auxiliar para que lo lleve a donde le dé la gana, en lo que llega la hora de comer. Porque si algo no perdona don Rober es la comida: el momento en que los hijos se reúnen y, cada loco con su tema, se da a la plática con quien más cerca le quede.
Don Robert, más discreto, engulle los sagrados alimentos en silencio. Porque supo que su amigo el Orate pasó a mejor vida, y no de la mejor manera: atrabancado como siempre fue, sacó la bicicleta hasta la banqueta y cerró la puerta; enseguida montó, se impulsó hacia la calzada justo en el momento en que aquel taxi arrancó mientras la mujer corría detrás de él gritando: Espérese, que olvidé mi bolsa, mi bolsa: no sea ladrón…
Qué iba a detenerse el hombre. Ni siquiera redujo la velocidad y claro: se llevó por delante el biciclo del viejo…
El Marinero fue en auxilio de don Rober:
“Pues qué pas’ombre: asoma más las narices y se la lleva en taxista, don Beto. Mire nomás cómo quedó su bici, toda desguanguilada, y dudo que con arreglo…”
Don Beto solo acertó a soltar la bicla y en repetidas veces recordarle al malandro su acción:
“Jijo del siete de espadas, poquito más sí me vuela las narices el cabresto”, dijo y examinó los daños.
—Mire nomás cómo me dejó la rueda, más chueca que mis dientes —aquilató los daños–. Ora a ver si el del taller le encuentra compostura o ya valió, híjole.
—Y el cabresto ni siquiera se entretuvo para ver si le pasó algo a usted. Se peló el asesino con placa… De una vez llévela al taller, lo acompaño.
—Ah, muchas gracias. Ni chance dio de anotar las placas, el desgraciado.
—Lo bueno es que se largó, si no hasta se baja y le cobra los daños al coche, ya ve cómo se las gastan esos chafiretes…
Mientras enderezan el rin de la bicicleta, don Beto y el Marinero entran a la tienda y piden dos refrescos. “De cebada, por favor, que el sol está que arde”, indica don Beto.
—Pero se la toman allá afuera y con cuidado, porque la patrulla está pasando a cada rato —indica el tendero.
Envueltas en papel periódico reciben las latas y se desean salud mutuamente: “Hasta el fondo, antes que se calienten las cebadillas”, indica el Marinero.
—Salud —replica don Rober y añade—: Así agarro valor para llegar tarde con las tortillas. De pilón me van a regañar por tardarme, qué caray.
—Ahora los hijos nos agarran de mandaderos, qué caramba. Pero tan siquiera no estamos inútiles y desquitamos lo que nos comemos, porque luego nos cantan que debemos algo… ¿Se toma la otra? Acuérdese que una al año no hace daño…
—Pues nos la echamos, qué caracho. Para que nos dé hambre en lo que llega la hora de la comida. Nomás acuérdeme comprar un chicle de menta para que no huela a cheve y me echen la aburridora…
—Por aquí traigo unos de cajita, porque a mí también me nalguean si llegó oliendo a chinguere, ya ve cómo son las hijas, lo quieren traer a uno bien controlado.
—Hombre prevenido vale por dos, dicen los que dicen. Gracias por convidar, así se evita uno el mal rato.
—Al fin que no es del diario un gustito: Salud, por el gusto de verlo, porque ahora ya se andan muriendo los que antes no se morían. Salud. Y yo invito otro par.