La muerte es la más fiel compañera, a nadie olvida ni engaña. Su presencia, con relación a un Dios que promete otra vida después de la muerte a cambio de obediencia a sus leyes, en la tradición judeocristiana se transmite de padres a hijos desde la más tierna infancia; y la motivación pedagógica del adoctrinamiento es el temor a Dios, no la comprensión del sentido de lo divino.
En esta misma dirección, pero sin necesidad de fundamentaciones teológicas, en las culturas populares de Mesoamérica se ha desarrollado una idea de la muerte en la que con coloridas imágenes, narraciones míticas y cánticos, se expresa el sentido de finitud de la existencia humana y de su trascendencia al lugar correspondiente, según la vida vivida: “Pobre del pobre que al cielo no va, jodido aquí y jodido allá”.
También la muerte es motivo de habladurías, peyorativas o no, de los mexicanos: “A mí la muerte me pela los dientes”; “El muerto al pozo y el vivo al gozo”; “Al cabo que para morir nacimos”; “A mí no me asustan con el petate del muerto”; “El muerto y el arrimado a los tres días apestan”; “Viene la muerte luciendo, mil llamativos colores, ven dame un beso, pelona, que ando huérfano de amores”.
Llama mucho la atención que la muerte en el imaginario colectivo del mexicano, además de ser el acto más solemne, es a la vez motivo de fiesta, alegría popular y evasión que impide ver el ser de sí mismo. Esto es lo que muestra Octavio Paz en el Laberinto de la soledad, quien dice:
“Algo nos impide ser. Y porque no nos atrevemos o no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos a la Fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma, disparo en el aire, fuego de artificio. La muerte es un espejo que refleja las vanas gesticulaciones de la vida”.[…] Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo nuestra vida. Por eso cuando alguien muere de muerte violenta, solemos decir: “se la buscó”.
Ahora bien, por ser la muerte el más grande de los misterios, ésta encuentra en la filosofía un campo fértil para la tematización. Para Heidegger, en Ser y tiempo y en la Carta sobre el humanismo, el Dasein (Ser ahí en el mundo), es decir, el hombre, es temporalidad que se constituye como tal por la tensión entre pasado, presente y futuro. Y, los caminos de la ciencia y la filosofía arriban solo a posibilidades. Las únicas certezas es que existimos y que vamos a morir, todo lo demás es posibilidad.
Dice también que aceptar la finitud de nuestra existencia, que es lo que por lo general no se acepta, sobre todo en la cultura de la muerte del mexicano, es condición esencial de autenticidad. Por temor a equivocarnos en las decisiones que tomamos, dice, preferimos vivir “al amparo de los roles sociales, de lo que se espera que hagamos, pensemos y digamos. Solo excepcionalmente somos auténticos, en general nuestra vida se pierde en la inautenticidad”.
A lo que añade: “La culpa nos hace presente el pasado, tal como nuestro ser hacia la muerte nos hace presente el futuro, anticipándolo. Por eso solo el hombre es propiamente mortal. Los animales no mueren, apenas cesan. La muerte no es meramente cesar. La muerte es la posibilidad vivida de que ya no habrá más posibilidades para mí. Es la posibilidad de que mi mismo ser sea imposible”.
Y concluye: “Somos temporalidad, por eso el tiempo se revela como horizonte de comprensión […] Asumir la temporalidad que somos, sin subterfugios ni distracciones, es lo que nos permitiría apropiarnos realmente de un destino auténtico”.
Efrén Vázquez Esquivel