Cultura

El amor a la tragedia

Existe en Romeo y Julieta una suerte de recorrido edípico a la inversa, pues si en el caso del desgraciado rey griego es la profecía del destino la que en el afán de evitarlo lo conduce a actuarlo, Romeo parecería desde el comienzo de la obra albergar en sí la disposición trágica, aún carente de contenido específico, que se verá finalmente aterrizada por el nudo mortífero del azar y la fatalidad. Pero antes de que el infortunio materializado en la forma de una carta no entregada conduzca al desenlace trágico de la doble muerte de los enamorados, en los albores de la obra, antes siquiera de conocer de la existencia de Julieta, Romeo ya sufre a causa del amor (por la casta Rosalina), y ya vaticina sobre su persona una tragedia: “Mi alma presiente que algún suceso, pendiente aún del sino, va a inaugurar cruelmente en esta fiesta nocturna su curso terrible y a concluir, por el golpe traidor de una muerte prematura, el plazo de esta vida odiosa que se encierra en mi pecho”. Así, en lugar de la fórmula trágica donde lo azaroso de un vaticinio conduce a los actos necesarios para que se cumpla, parecería que la necesidad de lo trágico desemboca en los actos necesarios para que el azar termine de invocarlo.

El suceso que inaugura su “curso terrible” es desde luego que en dicha fiesta conoce y se enamora de Julieta, fruto prohibido para él a causa del odio ancestral de los Capuleto y los Montesco, y mediante hábiles estratagemas pronto han sido consagrados como marido y mujer por Fray Lorenzo. Pero Romeo pronto pone fin a su único breve interludio de alegría amorosa, frente al sufrimiento que lo define durante casi la obra entera, dando muerte a Teobaldo, primo de Julieta, ganándose con ello el destierro de Verona.

Y lo trágicamente interesante es que tanto en el amor (Eros) como en la violencia (Tánatos) parecería Romeo ser puro impulso actuado, que después da lugar a las poéticas cavilaciones sobre el pesar que en el fondo se procura a sí mismo (“Es un suplicio, no una gracia. El paraíso está aquí, donde vive Julieta. Los gatos, los perros, el menor ratoncillo, el más ruin insecto, habitando este edén, podrá contemplarla. Pero Romeo, no. Más importancia que él, más digna representación, más privanza, disfrutarán las moscas, huéspedes de la podredumbre”). Como si estuviera completamente escindido entre impulso y posterior reflexión, asunto que incluso verbaliza en su enfrentamiento final con Paris, el otro pretendiente de Julieta, antes de también darle muerte: “Suplícote, joven, que no cargues mi cabeza con un nuevo pecado impeliéndome a la rabia (…) No tardes, márchate, vive y di, a contar desde hoy, que la piedad de un furioso te impuso el huir”.

Así, el de Romeo no es siquiera el caso del amor cortés que lo que ama es la imagen idealizada del amor, sino que prácticamente desde el comienzo su inclinación trágica es por la imposibilidad del amor, y por el sufrimiento que ello le produce. Con lo cual, la fallida entrega de la carta que le habría informado que Julieta en realidad no ha muerto y que el plan es que pudieran escapar juntos es la culminación lógica de su aflicción. Y su muerte como personaje da origen a su vida como mito, ahí sí eternamente al lado de su amada, sellando el tránsito de la única forma posible para un enamorado de la desgracia: “Así, con un beso muero”.

Eduardo Rabasa

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Eduardo Rabasa
  • Eduardo Rabasa
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  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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