En el capítulo sobre David Lynch del libro de Mark Fisher, Lo raro y lo espeluznante, si bien se posiciona contra algunas de las lecturas más habituales sobre Lynch, al mismo tiempo ofrece magníficas claves para pensar sobre elementos habituales presentes en su obra. Una de ellas es cuando Fisher se pregunta, respecto a la supuesta dimensión onírica de Mullholand Drive: ¿pero de quién es el sueño en última instancia? Igualmente, el énfasis en las cortinas, ventanas y el Club Silencio de dicho filme como pasajes hacia otra realidad permiten trascender adjetivos como “raro” o “absurdo” que a menudo se endilgan a la obra de Lynch pues, como Fisher bien advierte, quizá más bien lo que se propone son distintos planos de ontología de la realidad.
La más reciente obra lyncheana, el breve cortometraje de 2017 (disponible en Netflix), What did Jack do?, parecería condensar en 16 minutos varios de los motivos recurrentes de sus películas. Se trata de un interrogatorio que Lynch en su papel de detective realiza a un mono llamado Jack Cruz, de quien se sospecha mató a un tal Max Clegg por un tema pasional, al disputarse el amor de una gallina de nombre Tootatabon. La estética es de film noir y el salón de una estación de tren muestra una ventana que precisamente alude a una frontera en cuyo interior se vuelven plausibles tanto el crimen potencial como la esgrima verbal de tintes beckettianos que se produce entre Lynch y el mono, donde no pocas veces éste pareciera sacar la mejor parte, como cuando le dice “Yo solía pasar el tiempo con payasos como tú”. Y aquí también un acto musical, la interpretación de Jack de una canción de amor titulada “True Love’s Flame”, funge como puerta hacia el desenlace final donde se resuelve el crimen, como si el explícito artificio de un mono vestido de esmoquin que canta apasionado una canción de amor a una gallina precipitara nuevamente la irrupción de la lógica detectivesca que conducirá a resolver el homicidio.
Hablando de motivos recurrentes, What did Jack do? me produce el mismo gozoso extrañamiento que las obras mayores de Lynch, y casi que parte del acto de verlas consiste en quedarse largo rato pensando acerca de qué le produce a uno y, sobre todo, por qué. Y es que pensando en una época donde el mero concepto de una realidad objetiva, común a todos, ya era puesto en juego desde antes de la pandemia, los fascinantes submundos lyncheanos donde lo implausible se conduce bajo una rigurosa lógica (cinematográfica, onírica, y de varias especies más) resultan curiosamente reconfortantes. Pero ni siquiera por el lugar común de que la realidad supera a la ficción, sino más bien por un hecho que a su vez recorre prácticamente toda la obra de Mark Fisher: que la realidad es igualmente una ficción, determinada en buena parte por las estructuras simbólicas que determinan las coordenadas bajo las que actuamos. Y así es más fácil entregarse a la demencia colectiva de un momento histórico más inverosímil que la escena más descabellada de la filmografía completa de David Lynch.