En su libro El placer de la transgresión, Renata Salecl comenta el caso de un juez estadunidense que echaba un volado para decidir si ladrones acusados de pequeños robos pasaban veinte o treinta días en la cárcel, siempre con la venia de los acusados, hasta que fue castigado por el sistema judicial. Sin embargo, Salecl recurre a estudios académicos que muestran que el azar juega un papel preponderante en las decisiones judiciales, y que el horario de comida en que los jueces dictan sentencia incide de manera crucial en las mismas, por lo que se pregunta: “¿por qué no dejar que, en lugar de un juez hambriento, los dados decidan su pena?”, para posteriormente añadir: “El azar nos da miedo, y es paradójico, porque toda la historia del capitalismo está vinculada a él”.
En un polo contrario de determinismo se sitúa Arthur Schopenhauer en su breve tratado La libertad, donde básicamente argumenta que esta es ilusoria y que nuestra conducta está determinada por el carácter. De ese modo, la única libertad posible para los humanos es la de descubrir cuál es nuestro carácter, para en consecuencia poder comprender actos sobre los cuales en realidad no tenemos incidencia alguna, aunque no quedamos exentos de la responsabilidad que de ellos se desprenda: “La naturaleza de este carácter determina el modo de acción particular de los diversos motivos de cada individuo dado (…) Y así como todas las fuerzas de la Naturaleza, es también primitivo, inalterable, impenetrable”.
Más allá del acuerdo o desacuerdo que puedan generar postulados de esta índole polémica, creo que lo que guardan en común es que –por flancos distintos– ponen en tela de juicio uno de los principios más sacrosantos en la actualidad: la autonomía del sujeto racional cuyo destino descansa en última instancia en sus propias manos. Para Salecl, el azar, y para Schopenhauer, el carácter, rigen buena parte de nuestras vidas, lo cual es un anatema absoluto para el mito del hombre que se labra su propio destino y por tanto tiene lo que se merece, tanto por el lado de la abundancia como por el de la precariedad. Paradójicamente, este mito que niega lo determinante del sistema para el destino individual es una de las piedras angulares del sistema en el cual subsiste, ya que atomiza hasta lo individual la ética pues, de nuevo, no hay más justicia que la que cada quien se labra, y de ahí que no haga falta cuestionar las inequidades del sistema, sino mejor dedicar la vida a mejor posicionarse dentro del mismo.
Incluso el New Age y sus vibraciones positivas son una suerte de esoterismo de mercado de lo anterior, sobre todo si consideramos que las vibraciones pueden procurarse ya sea mediante la industria de la superación personal –con todo y gurús para los más afortunados–, vacaciones en pueblos mágicos o ceremonias de ayahuasca con chamanes importados, realizadas en departamentos de Polanco. Se trata de nuevo de una especie de meritocracia de la vibración, donde el destino individual dependerá fuertemente de la tuneada que cada cual le logre procurar a su alma, según los recursos disponibles para dedicar a ello.
Así que por todo lo anterior, en un giro radical y antisistema, contrario a la producción de realidad originada en la falacia de la libertad y autonomía individual, me he propuesto finalmente seguir al gran Luis Felipe Fabre e incursionar en el mundo de la astrología.
Eduardo Rabasa