Policía

Zonas de 'tolerancia'

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SERIE PERIODÍSTICA “REGIOS, MONTANOS Y SILENCIOS” / CAPÍTULO IV

“Esa parte de Monterrey la conocí en carne propia muy chico”.  Geroca
“Esa parte de Monterrey la conocí en carne propia muy chico”. Geroca

Hay lugares de mala fama. Yo crecí junto a uno de ellos, un lugar al que le decían El Bondojito. Mi colonia era muy humilde pero esta era miserable. Solo eran tres cuadras pegaditas de gente migrante que había llegado y no pertenecía a la colonia donde vivían las familias obreras.

Por aquel entonces, a los vecinos de estos barrios se les decía paracaidistas. De niño me parecía muy extraño porque yo me los imaginaba que llegaban tirados de aviones, pero la leyenda era que en ese Bondojito había de todo: desde tráfico de drogas hasta comercio de sexo, con mujeres de mala vida, muchas cantinas o piqueras clandestinas, muchísima violencia; sin embargo, esto era una mentira.

Yo tenía amigos que eran de ahí y eran chicos con los que jugábamos igual que con los demás chicos, pero una ciudad clasista como Monterrey hace que entre los jodidos también haya clases, se remarquen las diferencias.

***

Como ciudad industrial, desde los años cincuenta Monterrey empezó a recibir muchísima migración del campo. Esto generó, entre otras cosas, comercio sexual. Mis tíos llamaban a mi padre para decirle “vamos a El Zumbido”, “vamos a El Área”, o la zona roja que estaba fuera del casco municipal, porque en el casco habitaban las familias decentes, la decencia encarnada en la familia nuclear y heterosexual, etcétera… pero a pocos kilómetros de ahí, sino metros, ya estaba la cantina, el burdel, las locas, los travestis, las putas de todo tipo de calibre.

Todos los de mi generación crecimos con esa imagen: la de La Coyotera, aunque yo después escribí una novela en la que ya no le puse La Coyotera. Le puse la Lobera, porque vivían muchas lobas, y la loba, en el argot gay, es la reina y la madre de las coyotas, de las zorras, de todas las especies inferiores.

La Lobera, o en este caso La Coyotera, era un laberinto de casuchas que la misma ciudad construyó y dejó a su deriva para que se solazaran aquellos hombres deseosos de carne barata y de aventuras extramaritales sin más problema.

Ya para cuando yo llegué a la edad adulta ya empezaba el declive de La Coyotera, pero empezaba el auge de otras pequeñas sucursales de La Coyotera, que se dispersaron por todos los suburbios de una ciudad que se fue ensanchando y creciendo demencialmente y descontroladamente. De un día para otro ya veíamos nuevas colonias, nuevos barrios, pero cada barrio ya tenía su pequeña zona roja, su pequeño zumbido que le decimos, entonces ahí ya se estaban recreando esas dinámicas de un discurso de degradación moral.

La Coyotera luego fue tomada, más que por las mismas trabajadoras dedicadas al comercio sexual heterosexual, por las mismas homosexuales. La primera vez que conocí a un grupo de travestis o transgénero, yo tenía unos 12 o 13 años, y unos amigos de la secundaria me invitaron a una reunión. No era precisamente en La Coyotera, sino en una colonia cerquita. Ahí vi precisamente todo ese proceso del varón que llegaba jugando o teniendo el rol de varón con otros varones pero luego empezaban a intercambiar pelucas, vestuarios, tips de maquillaje, zapatillas y estaban todas listas en un patio lleno de muchas plantas, listas, digo yo porque ya se sentían mujeres. Esos hombres que de muy rudos terminaban transformados en mujeres delicadas, esperando ya a quienes les iban a dar el trato de dama. Así era la dinámica y ahí fue donde prácticamente perdí mi inocencia.

No tuve nada que ver con travestirme, porque nuca me ha interesado ese tema. Solamente vi aquello y percibí con todos mis sentidos como era la vida ya dentro de una vecindad, porque era una vecindad, y lo que más me llamaba la atención es que los niños pequeños que corrían ahí, eran niños de la calle, o hijos de las mujeres de por ahí. Andaban con toda normalidad y veían todo aquel mundo como cualquier cosa.

Luego de ahí empecé a conocer lugares de más acción, por ejemplo el que era el cine porno América, que estaba sobre Venustiano Carranza y después, por justicia divina digo, se transformó en un templo evangélico. Ese es el destino de todos nuestros grandes templos regios de la perdición: se transforman luego en lugares donde se enseña el evangelio.

***

Esa parte de Monterrey la conocí en carne propia muy chico. Ya después la empecé a analizar y ver con otros ojos, ya de escritor interesado en todas las facetas que tiene una ciudad como Monterrey. Todas las grandes ciudades tienen estos lugares para los cuales hay un eufemismo: zonas de tolerancia.

En los ochenta vi una especie de documental que grabó un periodista de Monterrey en el que irrumpió en las casas de estas familias de La Coyotera donde estaba la trabajadora sexual con su marido del momento, o su viejo y su familia.

Los del documental irrumpían con la bandera de que ahí había que hacer algo, destruir todo esto, hacer una limpia moral, porque ahí era un foco de infección por el sida, que ya estaba circulando. Los del documental decían: “miren, ahí está un enfermo de sida, ahí va un sospechoso”.

Era todo un discurso que se generaba desde el poder, por políticos muy relacionados con grupos ultraderechistas de El Yunque, que llegaron a tomar el poder en los años noventa en la ciudad capital de Monterrey. Ellos hablaban de que querían construir una zona de tolerancia en medio del desierto y mandar allí a todas las trabajadoras y trabajadores, a sus familias, a todos los enfermos de sida y a sus clientes, para que no distrajeran ni crearan ruido, no crearan malos hábitos y no contaminaran al resto de la sociedad productiva que necesita y requiere esta ciudad regia.

Era una locura: querían crear otra ciudad, y cuando me preguntaban, yo me burlaba diciendo: pues tienen que llevarse a todo Monterrey para allá, porque todo Monterrey es una zona de tolerancia.  

CONTINUARÁ…


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Diego Enrique Osorno
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