
Después de muchos años de habernos conocido durante un peculiar viaje por Nueva Orleans, me reencontré en las afueras de la librería Shakespeare and Sons con el escritor mexicano, Alessandro Triacca, quien había viajado de Viena para pasear unos días por Berlín. Iba acompañado por el escritor español, J. S. T. Urruzola, quien lleva una década viviendo en la capital alemana.
Caminamos en busca de un restaurante y después de varios intentos fallidos terminamos en uno griego sobre Karl Marx Alle. Platicamos un rato de los avatares de la vida europea, así como de sus alicientes, pero sobre todo charlamos en torno al difícil acto de escribir. Tras varios años de trabajo, Triacca está por publicar su primera novela, Berlín Atómico, mientras que Urruzola ya trabaja en su segunda obra, después de haber publicado Starring Juan.
Al final de la comida devenida en tertulia, me enteré que Alessandro y J. S. T. irían el fin de semana a Sachsenhausen, un antiguo campo de concentración nazi que operó de 1936 a 1945 y que ahora es museo de sitio.
Pedí sumarme a la expedición.
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Sachsenhausen está en la ciudad de Uraniemburgo, en las afueras de Berlín. Fue creado sobre una fábrica de cerveza abandonada, aunque con el paso de los años pasó de tener 18 a 400 hectáreas de extensión en las que se vivieron muchas de las peores atrocidades de la Segunda Guerra Mundial. El sitio era el epicentro de los otros campos de concentración alemanes. Auschwitz y todos los demás se dirigían desde aquí.
La visita es un viacrucis, pero un viacrucis revelador en múltiples sentidos.
Y resultó especial porque se trató de un tour dirigido por alguien con el talante de Urruzola, quien además de dedicarse a la literatura es un intenso guía de este y otros recorridos por la atribulada historia berlinés.
Son muchas las impresiones —huellas mnémicas— que me asaltaron. Empezaré por una historia que debería ir al final pero que me impresionó mucho y que atribuyo —como todas las aquí comentadas— a Urruzola como fuente original de la misma, así como a ciertas lecturas posteriores que consulté.
En 1945, cuando se acercaba la llegada de las tropas rusas a Berlín y la derrota de Alemania era inminente, los prisioneros de Sachsenhausen —quienes ignoraban lo que sucedía afuera— fueron desalojados con urgencia de los barracones en los que estaban retenidos y comenzaron a ser acarreados por agentes del Servicio Secreto nazi a través de los bosques de los alrededores, en dirección al mar Báltico, bajo la supuesta indicación de que abordarían un barco que los trasladaría a otro campo de concentración.
Sin embargo, según investigaciones posteriores, la intención real de los nazis era que una vez que los prisioneros abordaran la embarcación, esta sería bombardeada y hundida en altamar, para así poder eliminarlos y desaparecerlos, esto último algo muy importante y escalofriante en el cruel sistema nazi: no se trataba solo de matar a sus oponentes o supuestos enemigos. Se buscaba dejar la menor cantidad de vestigios posibles de ellos.
Pero ninguno de estos escenarios ocurrió. Antes de que llegaran al mar, una parte importante de los prisioneros quedaron en libertad al ser abandonados por los guardias nazis, quienes en algún momento de la siniestra travesía, sintiendo ya cerca los pasos de las tropas rusas, decidieron abortar su misión y pelear por salvar sus propias vidas.
Antes de esto, no pocos prisioneros fueron ejecutados durante estas evacuaciones fallidas nombradas las Marchas de la Muerte.
Me impresionó tanto la historia, de un corte tan doloroso y tan dramáticamente complejo, que quise averiguar si hay alguna novela o película que represente esta situación.
Hasta la fecha no he dado con ninguna.
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Estoy en el Barracón 38 de Sachsenhausen, el cual fue visitado a principios de los noventa por el entonces primer ministro de Israel, Isaac Rabin, quien atestiguó así la recuperación de la memoria de uno de los lugares donde miles de judíos fueron aprisionados, torturados y asesinados.
La construcción de madera tiene un aura triste y una parte del techo ennegrecida de forma disonante. Me entero que no es parte de la propuesta escenográfica, sino el vestigio achicharrado de un incendio provocado por grupos neonazis en el lugar, tras la visita del líder político israelí.
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En Sachsenhausen todo estaba diseñado para infrahumanizar a los prisioneros. Por eso, cuando llegaban, recibían ropa y calzado de tallas distintas, a fin de vulnerar su dignidad. Si el recién llegado era alto y calzaba del 10, le daban un pantalón pequeño y unos zapatos del siete; si era de complexión pequeña, una camisa extragrande y unos zapatos enormes, de tal suerte que estuviera incómodo y pudiera ser ridiculizado por los guardias nazis que así remarcaban su absurda superioridad racial.
En medio del sistema que implementaron estos guardias nazis para controlar a los prisioneros de los campos de concentración, sobresalía la figura de los “capos”. Se trataba de prisioneros —normalmente alemanes o nórdicos blancos con instintos sádicos, definitivamente ningún judío o comunista— que eran designados por los celadores del campo como “encargados” de su respectivo barracón.
A cambio de reportar o atender cualquier incidente de rebelión o insumisión de los prisioneros, recibían ciertas concesiones como una mejor comida o celda. Sus servicios no incluían solamente la vigilancia. También tenían el poder y la orden de golpear de vez en cuando a los demás presos, quienes debían aceptar esto sin más, o podían padecer consecuencias mayores.
Uno de los castigos habituales era el Tratamiento 25, que significaba someter a los prisioneros desobedientes a un potro de castigo donde uno de sus propios compañeros era obligado a darle 25 palazos en las nalgas. Y en caso de que el compañero designado osara golpear con poca fuerza, era sometido al mismo castigo.
En Uraniemburgo, afuera de Sachsenhausen todavía se ven algunos chalets elegantes, donde vivían los oficiales que se hacían cargo del Campo de Concentración. Ahí departían de manera placida y normal con sus familias. Los “capos” les ayudaban a ensuciarse las manos lo menos posible, pero cuando era necesario, los oficiales nazis dejaban por un momento el acompañamiento de las tareas de sus hijos, las comidas familiares o las tardes escuchando música clásica, para ensangrentárselas también.
Diego Enrique Osorno