SERIE PERIODÍSTICA “REGIOS, MONTANOS Y SILENCIOS” / CAPÍTULO II

Monterrey es una ciudad de altos contrastes. Como dice el dicho, tiene climas extremos que van desde mucho frío hasta calor pero también hay mucho conservadurismo que nos obliga a hacer cosas inimaginables, monstruosas, mientras que no dañemos al vecino, mientras que no salpiquemos y, sobre todo, mientras no se sepa. Toda ciudad genera sus propios monstruos.
Desde mi más tierna infancia hasta el momento actual, eso es lo que yo veo que permea sobre esta ciudad. Una ciudad que tiene manga muy amplia para explotar con un frenesí, una viveza terrible, el tema por ejemplo de la trata de mujeres, incluso la de la sexualidad infantil a través de la hipersexualización de las infancias, pero al mismo tiempo es capaz de grandes proezas y hazañas en cuestiones de unirse en torno a desastres.
Monterrey es una ciudad que está al pie de la sierra pero también viendo a la estepa, asediada por el desierto. Su condición de ciudad grande que está a cierta distancia del centro nos ha obligado a construir un imaginario muy propio, muy particular. Para quién no conozca la ciudad, se va a sorprender de su arrogancia geográfica, por decirlo. Tenemos unas montañas majestuosas, sin embargo siento que vivimos de espalda a ellas.
Lo que yo he notado es que estamos viendo hacia el norte con un embeleso y con una seducción que nos subyuga sobre todo la parte más tremenda de Estados Unidos, como puede ser el estado de Texas. Además, no es cualquier cosa vivir, habitar y crecer en una ciudad semifronteriza. Como decía Serrat, yo digo que tenemos una patria pequeña y fronteriza, la patria pequeña, porque es mi patria pequeña, pero es fronteriza porque tenemos una frontera chiquitita con Texas y toda esa parte fronteriza nos obliga a crear y nos ha hecho algo muy distinto al resto del país.
Se nota por ejemplo en nuestra forma de hablar, en nuestras costumbres, en nuestras aspiraciones, y en nuestra forma de recelar sobre todo del resto del país, pero también ha construido una monstruosidad, una parte que no me gusta de Monterrey que es esa soberbia que raya en el fascismo casi ario, donde lo blanco, la tez blanca… Nos sale lo malinchista, lo peor de nosotros, porque siempre estamos recelando, despreciando al que viene del sur, al que tiene la piel un poco más de otro tono, que tiene otro acento y sobre todo ha venido a derivar todo esto, ya hablando en general de la política y de los políticos, en una soberbia racista, fascista, que desprecia al otro en función de su origen o etnia, o tono de piel.
Se habló mucho, por ejemplo, de que somos muy trabajadores y muy industriosos, cosa que puede ser cierto, pero efectivamente, porque es muy duro sacarle provecho a una tierra semiárida, una tierra con pocos recursos naturales y que ha venido construyendo un temple, un temperamento, una forma de relacionarnos entre nosotros, entonces esto de manera obligada me ha llevado a reflexionar y meditar y sobre todo a escribir y a enderezar mis armas literarias en contra de la ciudad que me vio nacer, pero sin otro afán más que de amarla de otra manera.
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Monterrey es una ciudad que se sueña pujante y mira con condescendencia todo lo que no encaja con su narrativa de éxito. Joaquín Hurtado ha sido testigo de sus fisuras. Su mirada es el registro sensible de cómo Monterrey se traiciona a sí misma.
Desde los años ochenta, Joaquín se enfrentó con su obra a una ciudad que criminalizaba el deseo y premiaba la hipocresía. Esa tensión entre cuerpo y ciudad, entre realidades y discursos, atraviesa su escritura. Cada crónica suya es una grieta en el relato oficial. Una grieta por donde entra la luz, o por donde escapa la verdad.
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Yo amo mucho Monterrey. La verdad es una ciudad que disfruto muchísimo, disfruto mucho su gente, pero también de alguna manera me atemoriza, me provoca cierta distancia, porque si me dejo llevar por ese discurso dominante de la superioridad racial, la superioridad industrial, de que somos distintos, de que prácticamente somos el pueblo elegido, y que no pertenecemos a un país tan maravilloso, tan plural, tan rico culturalmente y con una tradición histórica grandiosa, pues esto de veras ya a mis 60 años me tiene todavía como en una especie de filito donde no sé mi identidad.
Todavía no entiendo mi identidad, no la conozco. Si ya escritores como Octavio Paz y Samuel Ramos habían escrito sobre la identidad de lo mexicano, es simple pero pensando en el mexicano del centro, el mexicano ese que está del trópico de cáncer hacia abajo, pero de esta parte, este norte, de las tortillas de harina, de origen supuestamente sefardita, con una forma de ser especial, yo creo que nos tiene un poco, bueno al menos a mí y a ciertos espíritus sensibles, nos tiene muy conflictuados.
Es como un enclave, una encrucijada, un cruce de caminos, donde siento que es una ciudad perdida en su propio laberinto.
(CONTINUARÁ…)