Y de repente, en las pantallas grandes aparecen formas y sonidos que danzan con una cadencia azulada en la penumbra de las salas. Mares que el EZLN nos puso a mirar. Noches de Róterdam en las que se congregan personas y escuadrones, cinéfilos llegados de distintas tierras, mexicanos varados en los Países Bajos, marineros europeos y habitantes del puerto en general.
Hay quienes vienen porque los trajo el rumor de que una montaña del sureste mexicano cruzó el Atlántico.
Otros solo quieren ver una película, beber jenever y comer stroopwafels.
Es complicado entender del todo las claves que encierra el viaje de esa montaña, pese a haberla acompañado de la única forma que podía hacerse: con el corazón. La proyección de luz en la oscuridad irradia cosas en las mentes que se dejan llevar por la historia de los pueblos originarios rebeldes. Ese flotar de cayucos selváticos a bordo de un barco de acero es algo tan improbable como sobrevivir al inminente naufragio global en solitario.
Una función de cine puede ser un pequeño paréntesis de la destrucción en marcha, una experiencia común en la cual se crea por un momento una contemplación colectiva de lo diferente, desde nuestras diferencias, en la cual además tenemos posibilidades de abrir la imaginación al juego del pensamiento que quiere entender, o sea, que no juzga ni condena, que así resiste la enajenación mientras navega el movimiento de las imágenes.
Mirar mar cinematográfico durante una hora y cuarenta minutos para descubrir la travesía de una semilla y el horizonte que se asoma entre quienes consideran, como los zapatistas, que la vaina no se trata de conquistar al mundo, sino de hacerlo de nuevo, a partir de lo que cada quien tiene a la mano y más allá de un concepto de propiedad privada cuyo burdo idealismo es la fantasía, el capricho y el antojo al que se someten a diario nuestros cuerpos manipulados por pequeñas pantallas móviles presuntamente inteligentes.
Ante la ilusión del capital, avistar bien entre la niebla fragmentaria. Mirar el mar en 360 grados y descubrir una montaña, para luego no solo contemplarla, sino pensarla, caminarla y tener contacto real ahí con quienes también se sumergen en ella durante esta larga madrugada llamada realidad.
Ir despertando a poco la duermevela bajo la ilusión del cine.