En las últimas semanas, con sorpresa, muchos observadores han visto cómo el gobernador de California, el sensato y mesurado Gavin C. Newsom, empezó a mandar mensajes a través de la cuenta de su oficina de prensa, que parecían inconcebibles. Un ejemplo fue la respuesta al tuit del Secretario del Departamento de Vivienda de Estados Unidos, que se felicitaba porque ya sólo usarían el inglés como idioma en su sitio (eliminando el español). Al respecto, se podía leer en la cuenta de Newsom: vete a la chingada. Y no era un error, ni nadie le había pirateado la cuenta: se trata de una nueva estrategia de su equipo que está utilizando el lenguaje llano, grosero y sin filtros que tanto éxito le ha dado a Trump. La cuenta aumentó de inmediato sus seguidores y se empezó a convertir en tema de discusión en todas las mesas políticas. Es la primera vez en mucho tiempo que un político demócrata logra ser escuchado en medio del estruendo constante causado desde la presidencia de Donald Trump. Newsom se quitó los guantes y se metió a pelear verbalmente al oscuro callejón sin reglas donde, todo indica, hoy se da la verdadera disputa por el poder.
En nuestro país ocurre algo muy similar, nada que salga de los rangos de la oposición logra sobresalir, o casi nada. Y tan están perfectamente conscientes de ello, que han llegado a usar altavoces en las sesiones del Senado para hacerse escuchar, sin éxito. Desde luego se puede deber a que carezcan de ideas, o a que estén irremediablemente desprestigiados, pero hay algo más. Porque la voz que sí se alcanza a escuchar es la de la senadora Lilly Téllez, y no es porque sus ideas deslumbren, sino por el estilo de sus intervenciones: estridentes, ocurrentes, insultantes. No es la única que sigue este guión, lo mismo hace el empresario Ricardo Salinas Pliego, para beneplácito de una audiencia que no es menor. Y Noroña, desde otro frente. Hoy, lo que paga, es el chiste, la provocación, la grosería, el cinismo, todo lo que implique un desafío y desacato a las reglas y las formas propias de lo que se considera el establishment, o que huela a responsabilidad y mesura. Y no sólo pasa en el ámbito de la política. Este fin de semana, el público del estadio Arthur Ashe rugía embelesado cuando el tenista ruso Daniil Medvedev, fuera de sus cabales, insultaba al árbitro, cuestionando su virilidad, porque decía, que estaba temblando de miedo, y, dirigiéndose a la cámara de televisión, lo acusaba de querer acortar el partido con sus decisiones porque le pagaban por partido y no por hora.
La decisión de Newsom puede ser la correcta y estaría demostrando que hoy, en entornos polarizados y con gobernantes avasalladores y estridentes, incluso quienes defienden ideas constructivas y mesuradas, si quieren disputar con posibilidades de éxito el poder, tienen que revestir sus ideas con ese lenguaje.
Los riesgos son muchos y están a la vista: si, quienes conciben la política como una tarea que no implica la división del debate entre un ellos despreciables y un nosotros impoluto, no se quitan los guantes y no se bajan a ese lodoso ring, pueden estar simplemente abandonando el terreno de la disputa a los extremistas más recalcitrantes. Pero, si se bajan a ese terreno, en el camino pueden estar naturalizando y legitimando esa polarizante forma de disputa, y empeñando su reputación y la naturaleza misma de sus propuestas.
Lo que está en juego es mucho y no está fácil.
