Si algo ha caracterizado a la política mexicana durante las últimas décadas ha sido la cultura de la simulación política, siendo el PRI su más fiel representante —aunque ningún partido político se salve —. Con el paso de los años convirtieron el arte de servir en el arte de lo grotesco. La mayoría de los políticos brillan por su ineptitud, por su negligencia, otros tantos por su evidente corrupción, su cinismo cubierto con el manto de la impunidad y hasta por sus abiertas relaciones con el narco y el crimen organizado, y los pocos que intentan hacer política limpiamente van muy solos en su lucha.
Decía Carlos Hank González, digna figura de la estirpe de la corrupción y por supuesto del PRI, que un “político pobre es un pobre político”; un político pobre no es más que un político fracasado que con todo el sistema a su favor, no fue lo suficientemente avivado para que él y sus tres o cuatro generaciones subsecuentes vivieran a sus anchas de las arcas públicas, burlando siempre a la torpe y también corrupta justicia. Así, los escasos casos de condenas o de juicios por corrupción siempre se traducen en persecución política, y la gran mayoría andan impunes: Ricardo Anaya, Luis Videgaray, Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto, por mencionar solamente algunos.
La falta de rendición de cuentas y la opacidad son condiciones indispensables para la corrupción, pero también lo es la falta de condenas judiciales y de sanción moral de los medios de comunicación, de la opinión pública y, especialmente, de los partidos políticos que, por el contrario, niegan y desvían la atención de los delitos de sus afiliados.
Parecería que la corrupción está enquistada, pero está afirmación nos libraría de toda responsabilidad como sociedad. La corrupción se ha vuelto norma, pero no es parte de nuestro ser, y como cualquier norma puede ser modificada. Cierto es que heredamos ese comportamiento desde la Colonia y recibimos clases magistrales en los sexenios pasados, pero fuimos nosotros quienes caímos en su normalización.
Una alcaldesa de una colonia en la Ciudad de México acusada por abuso de autoridad, robo y agresiones; que lanza pelotas con dinero a la gente; que se burla de la prensa en su cara cuando es cuestionada por el hecho; que anda en vehículos con placas falsas, y que además dice luchar contra la politiquería y el autoritarismo, parecería inofensiva en este mar ridículo de corrupción. Claro, entre condenar a peces realmente gordos y señalar cacicazgos locales fuera de control, parecería que estamos perdiendo el tiempo.
Sin embargo, aunque el presidente López Obrador tenga razón y sea más efectivo limpiar la corrupción de arriba hacia abajo, no podemos dejar de señalar lo que pasa en el medio y en la base de la pirámide. Sandra Cuevas es el claro ejemplo de la normalización de la política de lo grotesco y la impunidad a menor escala, que contrario a lo que decidimos ignorar, no es menos grave en tanto también es sistemática e impune.
No nos olvidemos que los liderazgos locales son el primer contacto de las comunidades con el gobierno. Hemos tocado fondo también en las medianas y pequeñas esferas. El ejercicio despótico y corrupto del poder es condenable a cualquier escala. No le dejemos a la jocosidad y a la simple polémica lo que debería ser atendido por la justicia.
Daniela Pacheco