Dicen que la muerte tiene olor. El PRI huele a funeraria.
Aquel partido que en los setenta gobernaba todos los estados, controlaba el Congreso con mayorías aplastantes y se erigía como partido de Estado, hoy sobrevive con respiración asistida.
Su pasado de hegemonía absoluta contrasta con la escena reciente: el exabrupto de su dirigente Alejandro “Alito” Moreno en el Senado contra el morenista Gerardo Fernández Noroña.
No fue un debate democrático, fue un arranque violento y torpe que reveló no sólo la personalidad de un hombre, sino la enfermedad terminal de un partido.
Alito —que no terminó la gubernatura de Campeche para dirigir al PRI y se reeligió contra sus correligionarios— encarna ese rostro patológico del poder que enloquece: la hybris que volvió a tantos priistas estúpidamente arrogantes.
Gordon Allport, uno de los principales teóricos de la personalidad, lo advirtió: Ciertos perfiles tienden al autoritarismo hostil que, bajo presión, destapa la agresividad, la incapacidad de autocrítica y la proyección de la frustración en el adversario.
Lo que vimos fue la guerra de una personalidad consigo misma. Desesperación y estupidez y dice que “chingadazos” le sobran.
Viviane Green, en La locura del poder recuerda que el político de ego desmedido termina creyéndose por encima de las normas y la razón.
Ahí empieza la demencia del mando: cuando la autoridad deja de ser servicio y se convierte en delirio.
El PRI de Alito encarna eso: un poder enajenado, reducido al manotazo y al insulto. Un vil porro.
Francisco Labastida lo dijo sin titubeos hace algún tiempo: Alito no debería estar al frente del PRI; debería estar en la cárcel.
La frase condensa un sentir extendido: el otrora partido hegemónico es hoy caricatura de sí mismo, dirigido por un personaje que exhibe su descomposición cada vez que abre la boca; su lugar bien podría ser el exilio político acompañando al priista más ignominioso de la historia, Enrique Peña Nieto.
El PRI agoniza. El estado crítico se evidencia en sus resultados y en el talante de sus dirigentes.
El PRI que duró 71 años en el poder tuvo su primera gran derrota en el año 2000. Después regresó a Los Pinos sin estrategia ni tino; en lugar de reinventarse, se dedicó a robar, y ahí firmó su perdición.
Hoy apenas es la tercera fuerza política, sostenida en dos bastiones corroídos por la corrupción y la delincuencia: Durango y Coahuila. Pero ésas, ésas son otras historias.
Y como todo cuerpo en agonía, sus órganos despiden un olor inconfundible: el de la muerte política.
Dicen que la muerte tiene olor. El PRI huele a funeraria, al menos, el que encabeza Alito Moreno.