Cada vez más, al estudiar la creación femenina, mi indignación crece. Es impresionante cómo la ley de los hombres trató de borrar o acallar todo lo que se relacionara con nuestra inteligencia y sus hallazgos. Del mismo modo en que al estudiar a Hedy Lamarr, la actriz más bella de Hollywood, casi me da un síncope cuando supe que era coautora de la tecnología en que se basa el Wifi actual, ahora repasando a los filósofos y gracias a George Steiner, quien la nombra con toda naturalidad, como si todo mundo estuviera enterado, me aparece esta Anne Finch Conway, la condesa olvidada (1631-1679), quien fue la primera en ponerle nombre a estos componentes últimos de la realidad, por ser indivisibles. Mónadas, dijo, no sé si resuelta o dubitativa, pero así prosiguió nombrándose en la jerga de Leibniz y otros posteriores filósofos.
Perteneciente a la escuela platónica de Cambridge, escribió una sola obra Principios de la más Antigua y Moderna Filosofía, publicada después de su muerte. Previsible, cuesta aceptar que una dama, de gran educación, por cierto, se dedique a analizar el espíritu y sus orígenes. Precisamente por eso es que introduce el concepto de mónada.
Su familia, sus estudios, su entorno erudito, e incluso sus periódicas cefaleas, sin olvidar su tutor, nada menos que el filósofo Henry More, la indujeron sin duda a esta rara vocación del pensar en un sujeto femenino, según la apreciación masculina. Fue su hermano, también filósofo que la proveyó de un maestro como More, ya que si no lo encontraba, la universidad, hasta los albores del siglo XX era un espacio prohibido. Y un maestro que le enseñara por correspondencia era imposible, en cuanto a la Academia, aunque no tomara clases, su acceso no le era permitido.
Como correspondía a la costumbre se casó a los 20 años y tuvo un niño que murió muy pequeño. Los viajes de su hermano como embajador de Inglaterra la pusieron en contacto con otras culturas gracias a los libros que le mandaba. Sin duda debía tener una sensibilidad muy especial para hacerse de ventanas visuales a través de los textos.
Sin embargo, su enfermedad la acuciaba y su familia la ayudó para que viajara a Francia en busca de nuevas curas. En estos andares, su encuentro con el físico y filósofo Franciscus Mercurius fue providencial. No solo la inicia en un pensamiento que fascinó a Anne, la cábala, sino que su mente se ve sacudida por el pensamiento abstracto que siempre la había seducido. Este sabio debe haberse encantado con esa criatura frágil y enamorada de la filosofía, y cuando ella muere, recoge sus escritos y dos años más tarde se los presenta al gran filósofo alemán Leibniz.
Ahora veamos lo que esto significa en el mundo patriarcal. En primer lugar, se adjudica la obra a Van Helmont, notable filósofo, padre de Franciscus Mercurius. En un segundo momento, Leibniz incorpora las ideas de Anne a su sistema filosófico, no sin dejar de darle el crédito correspondiente a la Condesa de Conway, como señala, pero nadie reparó en ello, puesto que de una vez y para siempre se las habían adjudicado a un filósofo, no a una mujer. Puesto que las mujeres por generación espontánea no podemos ser de ninguna manera filósofas. Finalmente se reconoció su autoría y su obra aparece de la autoría, sin su nombre completo, como lady Conway
A través de la idea de la mónada, Anne trata de explicar la formación del universo y todos los seres vivos que lo habitan. Esos seres que son indivisibles. Su fe en Dios era grande y precisamente en sus textos trata de explicar la razón de todos nuestros males. Sin duda, su condición de enferma cuyo dolor la acompañó toda la vida, aunado a la pérdida temprana de su padre y luego de su propio hijo influenciaron profundamente su pensamiento.
Confesemos que, a pesar de Leibniz que se obstinó en señalar que parte de sus ideas provenían de esa débil criatura llena de dolor, y de su cenáculo compuesto por el mismo Franciscus Van Helmont y Henry More, quienes le proveyeron sus escritos, nadie hizo caso. Hasta el día de hoy no se nombra a Anne Finch Conway ni por asomo como se lo nombra permanentemente al gran filósofo alemán.
Por Coral Aguirre