En un mundo caliente, donde la frustración y el sufrimiento son pradera de pasto seco, presentarse como oposición es la mejor estrategia política.
En estos tiempos interesantes que nos tocó vivir la mayoría de los grandes temas son globales. Lo es la pobreza y la voracidad extrema, lo es la violencia y la descomposición social, y por supuesto que también el ecocidio y la guerra. Los vientos de odio e intolerancia se cuelan por todos lados. Incluso en sistemas y países que hasta hace muy poco presumían supuestas virtudes democráticas y/o de prosperidad rampante.
Es en ese contexto donde, al estilo de algunos de los Grandes Maestros del ajedrez, jugar negras es una opción ganadora. En lo que va del siglo la alternancia política ha sido práctica común en gran cantidad de países. México es un ejemplo perfecto: Luego de siete décadas de continuidad, en tres de las cuatro elecciones presidenciales el triunfo en las urnas se lo han llevado candidatos de oposición.
He ahí la principal clave que encuentro para tratar de entender por qué el mismo gobierno que tiene como objetivo central la reconstrucción del poder centralista que ha dominado al país por siglos se proyecta públicamente como si fuera un movimiento de oposición.
Viejo lobo de mar, el propio presidente Andrés Manuel López Obrador promueve, un día sí y el otro también, una narrativa según la cual, él y los suyos son los únicos y verdaderos defensores del pueblo ante los continuos ataques de una minoría rapaz; la célebre “mafia del poder”.
Desde Palacio Nacional –símbolo supremo del presidencialismo mexicano--, en completo control de una fuerza militar sin paralelo en la historia y con uno de los índices de aprobación más altos del mundo, el presidente sigue apostando por la victimización. El dichoso “complot”.
En una versión tropicalizada de la misma táctica de polarizar e insultar que en Estados Unidos llevó a Donald Trump a la Casa Blanca, utiliza la retórica favorita de hace dos siglos –la de los liberales patriotas versus los conservadores fieles a un imperio extranjero--, para alimentar su campaña permanente contra los medios “miserables”, científicos “corruptos”, empresarios perversos (casi siempre anónimos) y, ahora, contra los “políticos traidores”.
Cuidadoso de no tocar ni con el pétalo de una mañanera a su antecesor –ícono de la corrupción del régimen priista--, flexible al extremo ante desplantes imperiales del propio Trump, desde la cima del poder la Cuarta Transformación juega a ser oposición.
Y cómo no habría de hacerlo así. Capaz de construir el diagnóstico correcto sobre nuestra realidad —los mayores problemas del país son la grosera inequidad económica y la corrupción endémica de sus élites— el Gobierno simplemente ha renunciado a gobernar: La violencia criminal rompe todos los récords de los últimos 100 años. La pobreza extrema se ha desbordado. Económicamente el actual se perfila como un sexenio perdido. Otro más. Todo lo cual, en el universo crudo de la realpolitik no importa demasiado. Pues cuando el Gobierno no gobierna, hace campaña.
Educado en las corrientes ideológicas que estuvieron de moda de los años sesenta y setenta y formado políticamente en el “populismo” y “paternalismo” del otoño “viejo régimen”, el presidente mexicano es uno de los líderes contemporáneos que mejor conecta con sus seguidores. Popular como pocos, se enfrentará pronto, ante la gran frontera que muy pocos han podido cruzar con éxito, la de su propia sucesión.
Maestro en el manejo de los símbolos y la vieja “liturgia del poder”, el presidente moviliza y arenga a sus bases, anuncia grandes cambios que, aunque terminen en estruendosos fracasos legislativos, lo victimizan y, por ende, lo fortalecen ante los suyos.
Sin estatización de la industria eléctrica, ni reforma política que decapite al Instituto Nacional Electoral, sin desaparición del sistema escolar, la 4T sigue adelante en la disputa por la narrativa mediática y control de la agenda política nacional.
Es claro que a López Obrador se le puede tachar de muchas cosas, pero de tonto, nunca. Su olfato político e instintos excepcionales, lo tienen ocupado en colocarse en las dos casillas claves del tablero político: la del control de todos los recursos del Estado y la de un encendido discurso “de oposición”.
César Romero
Profesor de la UNAM