La estupidez tiene siempre consecuencias. Así acabamos de confirmarlo este comienzo de año en Oriente Medio. El régimen que gobierna en Irán ha matado sin piedad, al interior, a cientos de sus manifestantes; ha patrocinado, al exterior, a grupos que siembran el terror. Ese desafío puede ser enfrentado con inteligencia o con estupidez.
El 3 de enero, el gobierno de Estados Unidos asesinó a Qassem Suleimani, el general más prominente de Irán, cuando salía del aeropuerto de Bagdad junto con Abu Mahdi al-Muhandis, comandante de Kata’ib Hezbolla, un grupo activo en Irak, apoyado por Irán. Murieron todos los que viajaban en el coche. Un portavoz del Departamento de Estado justificó el ataque comparándolo con el derribamiento en 1943 del avión en que viajaba el almirante japonés Isoroku Yamamoto, quien visitaba las tropas de su país en el Pacífico, un año después del ataque a Pearl Harbor. Matar al enemigo en el contexto de una confrontación está justificado por las leyes de la guerra. Pero Estados Unidos no está en guerra con Irán. Solo el Congreso tiene autoridad para declarar la guerra, según la constitución de ese país. Y no la ha declarado.“Si el atentado no fue un acto de guerra, entonces, como un asesinato extrajudicial que no era necesario para prevenir un ataque inminente, fue a la vez ilegal e inmoral”, escribió el filósofo Peter Singer. “Corre el riesgo de tener severas consecuencias negativas no solo al escalar la retaliación en Oriente Medio, sino también al acelerar el declive del derecho internacional”. La estupidez tuvo de inmediato severas consecuencias negativas.
El 5 de enero, el gobierno de Irán anunció que dejaría de cumplir sus compromisos en el llamado Plan Conjunto de Acción Comprehensiva, firmado en 2015 por Irán con seis potencias: Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido, Francia y Alemania. El país, dijo el presidente Hassan Rouhani, “continuará su enriquecimiento nuclear sin restricciones y en función de sus necesidades técnicas”.
El 6 de enero, el presidente Trump, quien ordenó el asesinato de Suleimani, escribió en un tuit que, si Irán afectaba vidas o intereses de su país, daría la orden de bombardear 52 sitios identificados como patrimonio cultural en Irán, varios de ellos reconocidos por la Unesco. Más tarde, el propio secretario de Defensa, Mark Esper, contradijo al presidente de Estados Unidos.
El 8 de enero, un avión de la línea aérea de Ucrania, que volaba de Teherán a Kiev, fue derribado con 167 pasajeros y nueve miembros de la tripulación a bordo. Cerca de la mitad de las víctimas eran canadienses. El presidente Rouhani aceptó que el avión había sido derribado por “un error humano” de la Guardia Revolucionaria. El accidente ocurrió cinco horas después de que Irán disparó contra las bases de Estados Unidos en Irak. Tuvo lugar en un momento de tensión extrema. Por eso, el presidente Justin Trudeau dijo estos días que parte de la responsabilidad la tenía Estados Unidos. “Si no hubiera habido tensión, si no hubiera habido escalamiento en la región, creo que todos esos canadienses estarían ahora con sus familias”.
Irán está más que nunca consciente de su inferioridad. El asesinato de Suleimani tal vez detuvo los ataques convencionales asociados con él, pero empujó a quienes en ese país luchan por construir una bomba nuclear.
Investigador de la UNAM (Cialc)
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