“Nada más me buscas cuando tienes hambre”, me dijo una muy querida amiga luego de proponerle una nueva aventura gastronómica. En el hipersexualizado mundo en que vivimos lo habitual sería escuchar reproches que giran en torno a la carne y no precisamente término medio.
Bajo esta lógica debo confesar que nunca se me había echado en cara algo de semejantes proporciones, yo que fui del amor llave de paso, que comprendo perfectamente que las penas con pan son menos y que soy un pleno convencido de que, acorde al texto del maese Rius, la panza es primero, jamás imaginé recibir como contestación a una propuesta tan decorosa semejante y demoledor argumento.
Para no quedar tan mal parado con los Corcuera y los Limantour debo señalar que entre mi amigocha y un servidor pueblan los deslices del pipirín por un lado y, por otro, que no es cierto que la tragadera sea la única razón por la cual acudo a ella. Las reuniones de restauración suelen estar fantásticas, pero mucho más la compañía. La suya, por supuesto.
En mi defensa y con pleno conocimiento de causa sostengo que, así como se puede comer casi lo que sea, pero no como sea, los seres humanos deberíamos tener más cuidado con la selección de personas con quienes celebramos el acto manducatorio. Y es que se trata de un asunto equiparable, por lo delicado del proceso y, sobre todo de los resultados, a pensar qué y dónde comer.
El tema hermana a estas reflexiones con la exigencia de ingerir alimentos que honren la vocación omnívora del ser humano, como sugeriría Michael Pollan, siendo además preparados con un mínimo de criterio, arte y respeto por el comensal, a la usanza de los españoles Santi Santamaría y Pau Arenós.
Y quizás sea demasiado pedir en una época en la que, como diría Alfredo Lepera en el delicioso tango Cambalache, los inmorales nos han igualado y cualquier hijo de vecino se asume con las credenciales necesarias para transformar los insumos en objetos comestibles con aspecto de comida.
Vaya dilema en el que se ha convertido algo tan medular, pero también tan cotidiano como meterle fruta a la piñata. La madre de todas las preguntas, además de qué comemos hoy, tendría que ser con quién se habrá de compartir el pan y la sal, a sabiendas de que, en escenarios poco favorecedores, más vale solo que mal alimentado.
La próxima vez que mi cómplice de arrebatos pipiringueros tenga a mal reclamarme por considerar su compañía únicamente para esos fines, me veré en la necesidad de soltarle un par de cosas: que habiendo gente que come para vivir hay quienes vivimos para comer y que, parafraseando a Machado, se hace camino al papear. ¡He dicho!