Cultura

Alias

A veces basta un descuido, un detalle, una insignificancia, incluso algo que escape de las manos o que resulte involuntario. Basta una mirada perspicaz, una postura inquisidora o un gesto escudriñador para acabar con todo, o dejar una marca indeleble y resistente al paso del tiempo. Los apodos son como una cicatriz, familiar e inseparable. Como ese dolor poco o nada insoportable, pero que se hace presente de cuando en cuando.

En la estación radial donde laboro alguien tuvo la ocurrencia de renombrar a un colega a partir de una escena del video de la canción To my love, de Bomba Estéreo. El parecido con el sujeto en la pantalla es innegable y aunque la secuencia dura dos segundos, fue suficiente para cambiar la forma en que parte del personal se dirige al ser en cuestión, quien desde aquel momento dejó de llamarse como señala su acta de nacimiento para ser identificado como El Tomailov.

Hay motes para todos los gustos y lo mismo asisten al costumbrismo que dicta la norma física, pero que resulta inofensiva: la güera, el chino, la nena, el flaco, y otros que atentan contra la corrección política y sirven para reiterar la sentencia de que del cuerpo ajeno no se habla (o no debería hablarse): el gordo, la negra, el pelón, el enano, total, que de un mote pocos se salvan.

En uno de los cuentos que pueblan El diosero, de Francisco Rojas, el protagonista acusa nula visión en un ojo, por lo que los párvulos crueles a su alrededor le asignan el término Tuerto, del que se libra cuando por un accidente al pedir a alguna figura sacra el milagro de la compostura se queda sin la visión del ojo sano. Ya no eres tuerto, le dice su madre con renovada fe en su deidad.

Xavier Velasco proyecta a cierto personaje oscuro de su novela Diablo guardián cómo una fémina espesa y caliente, de ahí que se le conozca como La Sopa. En el cuento Creo, vieja, que tu hijo la cagó, Jorge Valdano desvela el misterio que hay detrás del apelativo Embrague, atribuido a un desafortunado técnico de fútbol, sosteniendo que primero metía a la pata y luego hacía los cambios.

Decía Jean Cocteau que el riesgo de un destructor de estatuas era convertirse en una. La mejor ejemplo de justicia poética es que a un adjudicante de sobrenombres le caiga la voladora con uno que le acompañe hasta el final de sus días. Una mezcla de ingenio y buen humor, como señala el escritor José Delfín Val, ingenio para ponerlo y buen humor para aceptarlo.


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Carlos Gutiérrez
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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