Política

Turismo político

  • Columna de Bruce Swansey
  • Turismo político
  • Bruce Swansey

Como el demonio, los políticos nunca descansan. Su mercenaria carrera consiste en planear el siguiente movimiento y cada acción suya debe estar al servicio de mantenerlos en el poder. Las vacaciones, que los seres honorables se ganaron trabajando duramente y tienen derecho a disfrutar, esquivan a los políticos para quienes son otro escaparate para repetirse. Su lengua es característica de la ambigüedad y las generalidades, un oficio en sí mismo, el verbo laberíntico.

Parte de su trabajo es insistir en mensajes que los ciudadanos con sagacidad interpretan al revés y mostrarse fingiendo realizar alguna actividad que en su avieso imaginario creen que les ganará la simpatía del pueblo. Nada más tienen para ofrecer que su jerga circular.

La imagen lo capta en todo su resplandor, un rostro abigarrado, las señales del porcino asomándose en los cachetes rosados separados por una sonrisa carnosa rodeada de pelos y más arriba el pellizco de la nariz bajo la luz del día, un procónsul que visita el traspatio de su feudo. Una olla color durazno. Una máscara enorme, redonda como luna llena.

Así se fotografían pellizcándole el cachete a una criatura amedrentada, mirando el paisaje con semblante que se quiere trascendental, auténticamente visionario, paseando sus fofas anatomías entre árboles, pateando una pelota, saludando con sonrisa boba o como Vance, con una caña de pescar en compañía de David Lammy, ministro de Relaciones Exteriores del Reino Unido (RU) en su última encarnación de patiño del vicepresidente norteamericano. Con una sonrisa deslumbrante a la Louis Armstrong, a Lammy lo único que le falta es cantar al ritmo de Hello Dolly, “You’re looking swell JD”.

Siguiendo los pasos del factor naranja, su empleado decidió caerle primero a Lammy en Kent, quien ahora debe explicar por qué infringió la ley al ir de pesca sin contar con la correspondiente licencia. Lammy arruga la cara como quien espera ser disculpado porque no hizo más que lo que el patrón le ordenó.

Cachetes Vance continuó su vacación en Cotswolds, una región encantadora situada en el cruce de Oxfordshire y Gloustershire, y que abarca partes de Wiltshire, Somerset, Worcestershire y Warwickshire. Vale la pena enumerar los condados porque en todos los habitantes expresaron su incomodidad. La vida en las aldeas es frágil y cualquier cosa puede ser elevada a “acontecimiento“.

La visita de JD (al parecer lo único que le pertenece porque el “Vance” es apropiación), fue organizada por George Osborne, quien fuera canciller de Finanzas de David Cameron, el primer ministro que perdió Europa. Un par de triste memoria. Fue Cameron, quien tiene una valiosa propiedad en el área, quien orientó a Osborne para planear el ocio del robusto vicepresidente norteamericano.

Osborne ha declarado que Vance es su amigo desde la austeridad que lo inspiró para hacer sus mejores esfuerzos por desmantelar lo que resta del cadáver administrativo de Estados Unidos. JD debe haberse sentido ilusionado por el ejemplo: lo que parecía sólido se desvanecía en el aire y con eso, la reputación del estado del bienestar. Las instituciones que garantizaban la seguridad social fueron sometidas a recortes carniceros. Lo que había sostenido un pacto fue roto para solventar los excesos del optimismo cleptócrata.

“¡Brillante!”, opinó Cachetes Vance.

George consultó con David, quien inmediatamente revisó la lista de quienes son alguien en los Cotswolds.

¿Liz Hurley? ¿Jeremy? ¿Hugh? ¿David y Victoria?

Cameron tuvo una revelación, el momento eureka.

“¡Johnny!”

Osborne esperó. No quería confesar que el nombre así no sólo no le sonaba sino que también le daba urticaria. ¿Johnny?

“¡Hornby! Johnny Hornby”.

Caridades. Millones. Su Alteza Real. Relaciones públicas. El rey de los focos. Caballos. Una mansión georgiana que Jane Austen habría admirado, capaz de recibir lujosamente a los invitados más exigentes.

“Usha va a sentirse Lady Catherine de Bourgh”, dijo jocosamente George.

Así fue como Cachetes y Usha Vance llegaron con su caravana de 19 vehículos blindados atravesando lo que hasta esa violación había sido una postal del tiempo suspendido.

“Ay —dijo una norteamericana residente en la aldea de Dean—, todo aquí es lindo”.

Los residentes opinaban distinto.

“Esto es una invasión”, coincidieron los aborígenes.

“No podemos vivir así”, declararon varias señoras.

“Yo lo patearía”, declaró una mujer depositando su canasta pletórica de frutas y legumbres orgánicas en el asiento trasero del Morgan convertible.

Mientras, Cachetes se aposentaba en la mansión dieciochesca de Hornby saboreando el momento Netflix hecho realidad. A Pippa Hornby no le importó tolerar a los intrusos célebres ni rendirse ante la seguridad avasalladora. Cachetes era otro más aunque más conspicuo. Además de sus comentarios en la reunión en Munich, Cachetes había confirmado su fama de faldero insultando a Zelenski cuando este visitó Washington. En suma, arribaba a Cotswolds precedido de su mala reputación. No sólo era norteamericano, ni nada más la pezuña derecha del factor naranja, sino que además invadía el sanctasanctórum del alma británica cuando aún había decoro con 19 enormes vehículos blindados.

“¿Qué redes usa?”

El vecino se quedó perplejo un instante. Luego, percatándose de la monstruosidad, se puso morado.

“Ninguna que le incumba”, contestó al agente de seguridad esforzándose por mantener la compostura. El propósito era indagar quién había puesto en las redes opiniones contrarias al Cachetes o al factor naranja para tenerlos en la mira. Literalmente.

Conforme se instalaba, los vecinos resentían la intrusión de Cachetes y su familia.

“Habría que darle una nalgada en la cara”, dijo la vecina indignada porque la seguridad quería que cegara las ventanas del primero y segundo pisos que se abrían en dirección de la mansión de los Hornby.

“¿Cree que vamos a espiarlo cuando se desborde?”

En la aldea de Dean los habitantes se encontraron con que hacer su vida de costumbre era imposible. La seguridad se los impedía. Las calles estaban bloqueadas para que el convoy de Cachetes circulara libremente. Los senderos fueron también bloqueados y a los turistas les prohibieron pasar. Ni a caballo. Nadie le dio a los agentes de seguridad de Cachetes la información exigida así que todos se volvieron sospechosos.

Jeremy Clarkson fue el más indignado porque buena parte de su programa sobre las ventajas bucólicas de emular a Cincinato se hace con drones que desde luego fueron prohibidos.

Cien residentes, la mayoría mujeres, hicieron picnic para mostrar su rechazo a Cachetes Vance por hablar de las mujeres sin hijos como amargadas “cat ladies”. Hubo pasteles y refrigerios y carteles en los que se leía “Go home”.

“Aquí nadie lo quiere”, declaró una terapeuta.

“Fuera con el bravucón de sofá”, decía otra pancarta, aludiendo a la emboscada que el anaranjado y Cachetes le tendieron al ucraniano Zelenski.

“Criminal de guerra”, decía otra pancarta aludiendo al genocidio en Gaza, que sin el apoyo norteamericano sería imposible.

“Make the Cotswolds great again: go home!”

“El papa Francisco lo recibió e inmediatamente murió”, opina una señora.

Los pueblos de la región de Cotswolds se distinguen por su unidad arquitectónica. Sus casas y mansiones fueron construidas con piedra local y la región se ha detenido en un repliegue anterior a la Primera Guerra Mundial.

Quizá los Vance eligieron este lugar privilegiado del RU porque deseaban sentirse en una secuencia de Downton Abbey.

También para reunirse con invitados seleccionados porque coinciden ideológicamente y son hombres de acción e influencia. Se trata de la MAGAción de la derecha británica, toris en segundo plano, después de Reform UK. Lo que ocurrió en el jardín de la mansión dieciochesca una cálida noche de agosto (Midsummer’s Night Dream) fue dar el primer paso al intercambio trasatlántico de esa mezcla impura de política y religión transaccionales.

En el nuevo escenario del sueño veraniego el mundo al revés sigue siendo el tema, pero en esta versión el derrocamiento del mundo diurno, de la razón (dudosa en ciertos líderes), no dura sólo esa noche sino que extiende y fortalece una organización social internacional. Cambridge podría sacar provecho.

Desde Brexit el RU atraviesa un periodo difícil durante el cual los resultados del thatcherismo se han agravado. Hay sectores sociales que resienten haber sido abandonados, haberse quedado atrás y han tenido 15 años de austeridad y de gobiernos que lo han empobrecido. El agravamiento de las condiciones de vida ha exacerbado el malestar creando una sopa propicia para la radicalización. Los disturbios son su manifestación, frecuentemente causados por xenofobia y el rechazo de los inmigrantes. Estos factores han creado un polvorín propicio para las ideas radicales que partidos como Reform UK aspiran a realizar, pero que individuos pertenecientes a diversas organizaciones internacionales pueden realizar más expeditamente.

El nuevo escenario es más individualista y volátil, se diría al garete de la coyuntura. Se trata de un voto fragmentado que la MAGAción se propone estructurar. El trío y sus cohortes se quieren el engrudo que pegue el tótem. La inestabilidad mundial del sistema ayuda a los inconformes a reclamar una presencia caracterizada por la violencia. Los auténticos grupos terroristas son estos, no los septuagenarios que fueron detenidos en Londres por manifestarse pacíficamente contra el genocidio en Palestina.

Lo importante es la capacidad de ideologización y de organización. Los afortunados son James Orr, académico de Cambridge, el diputado Danny Kruger y Thomas “Bosh” Skinner. En la foto Cachetes se retrató con Kruger y con Skinner y el trío tiene facha de estar a punto de declarar el mundo un campo de concentración. Como Trump, Skinner viene de la “reality TV”. Estos son contactos que aspiran a definir el futuro inmediato moldeándolo desde la cibernética al tejido social.

El miércoles Cachetes desayunó con Nigel Farage, el líder de Reform UK, el partido al que Elon Musk prometiera donar cien millones que no se materializaron porque Farage, según el munificente, no estaba a la altura. Farage es un oportunista que ha cultivado al factor naranja desde hace años, un aspirante rechazado que en el presente convulso ve su oportunidad.

En Cotswolds no todo fue coser y cantar. Cachetes debió cambiar de plan para cenar en Bell, un gastro pub de moda desde el siglo XVI. El personal amotinado se negó a servir la mesa de los Vance. A cambio del desaire, Cachetes Vance fue bienvenido con singular entusiasmo en la base militar en Fairford al ser el portador de la reserva británica de hamburguesas con queso hechas en McDonald’s (las predilectas del factor naranja), que perfumaron con su rancio aroma los 19 vehículos de la escolta. Allí JD dijo cualquier cosa durante diez minutos.

“Qué envidia me dan. Aquí estacionados en este lugar hermoso”, los halagó el Cachetes.

“El RU es un gran aliado”, añadió.

Después abordó su tanque Cadillac y desapareció con las 18 camionetas blindadas del servicio ni tan secreto de seguridad. En tanto, los escoceses se tapaban las narices. A su llegada fue recibido por manifestantes contra el genocidio en Gaza que afortunadamente para Cachetes Vance no tienen entrada en Turnbury, el club de golf de su patrón.

“JD Vance disemina mentiras que amenazan la democracia”, dice la líder de los ecologistas.

“Otro poco más de maquillaje —señala una señora— y se le cae el mascarón”.

Como su patrón, Cachetes no le dice que no al rímel, ni al delineador ni a la base que lo pule al alto brillo nacarado. Es parte del estilo de la autocracia imperial.

El domingo el Guardian informaba que Cachetes Vance había ido a visitar un lago en Ohio que debió ser llenado para que remara a gusto. Las vacaciones de los políticos deberían ser distintas. Deberían realizarse en lugares desiertos donde no ofendieran a nadie, pero entonces no serían políticos.


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