
Llegaron cohibidas. Las espaldas encorvadas, la mirada volcada al piso. Todo en ellas hablaba de contención y timidez extremas; del acto reflejo —bien metido en el cuerpo— de procurar, por todos los medios, no ser vistas. Al cabo de escasos 3 días de trabajo con ellas, su mirada se volvió más abierta, se relajaron sus cuerpos y en sus caras crecieron las sonrisas.
Conmovedor e impresionante cómo hace falta tan solo verlas, oírlas, y ofrecerles un poquito de abono, sol y agua para ver, en vivo y en directo, cómo empiezan a florecer.
Chicas de entre 12 y 24 años del municipio de San Felipe del Progreso, ubicado en la región mazahua al noroeste del Estado de México, al lado de Michoacán y apenas a dos horas de CdMx. Estudiantes de prepa la mayoría. Unas cuantas de secundaria y algunas más cursando estudios universitarios en instituciones públicas de la región. Jóvenes que llegaron haciéndose chiquitas y salieron del deportivo en el que trabajamos con ellas pisando un poco más fuerte y mirando un poco más lejos.
Platicando con ellas en los descansos del curso supe que muchas de ellas querían conocer el mundo, Tailandia o Corea del Sur, por ejemplo. La gran mayoría de esas jóvenes; sin embargo, me contaron que no conocían la ciudad más cercana a sus pueblos: Toluca. Cuando les pregunté quiénes de ellas querían quedarse a hacer su vida en sus comunidades ninguna levantó la mano. Frente a la pregunta de cuántas querían desarrollar su vida adulta fuera de sus pueblos, todas lo hicieron.
San Felipe del Progreso cuenta con cerca de 150 mil habitantes, casi 40 por ciento de quienes viven en condiciones de alta marginación. Una localidad como tantas otras en el país llena de cielo y poco más. Poco acceso a servicios de salud, de justicia y de seguridad social. Muy pocos buenos empleos y poquísimas oportunidades de cualquier posible crecimiento individual y colectivo. Un pueblo pequeño en el que fuimos recibidos con mucha amabilidad y apertura, pero en el que la vida de muchos de sus habitantes transcurre de angustia en angustia en medio de la escasez y la dureza.
Durante el programa impartido el fin de semana, muchas de las chicas nos compartieron que viven angustiadas, porque no les alcanza y se sienten atrapadas por las deudas. La ansiedad, el insomnio, la apatía y la depresión que nos manifestaron padecer muchas de las jóvenes tienen causas económicas, pero incluyen, también, otros factores. Entre otros, problemas familiares, inseguridad y falta de oportunidades de todo tipo.
En el área exterior del deportivo se congregaron en varios momentos del fin de semana grupos de varones jóvenes. El contraste entre ellos y ellas: gigantesco. Ellos ocupando con libertad el espacio, hablando a voz en cuello, riendo a carcajadas, moviendo sus cuerpos con seguridad y soltura. Ellas, en tanto y de inicio, hablando en voz apenas audible, arrastrando los pies al caminar, tapándose la cara y manteniendo los brazos apretados. Las diferencias de género de una sociedad tan machista como la mexicana mostrándose, todo el tiempo, de forma viva, espontánea y aparatosa.
No me engaño. Un programa corto orientado a ampliar los horizontes y desarrollar un conjunto básico de habilidades para la vida en conjunto con una beca modesta para chicas en situación vulnerable no van a resolver por sí mismos el problema.
Está tan seca la tierra y es, al mismo tiempo, tan fértil ese universo de mujeres jóvenes viviendo vidas tan injustamente estrechas y limitadas que acciones así de pequeñas valen la pena. Lo valen, pues pueden contribuir a prender chispas de fuerza en esas jóvenes mujeres llenas de energía, de sueños grandes y de ganas de construir juntas vidas más vivas y más plenas.