Justino recibe con la mano izquierda un bolillo relleno semi envuelto en un cuarto de papel de estraza; su mano diestra se estira para tomar un vaso que, humeante, contiene atole de galleta; con un poco de malabareo paga la cantidad de 27 pesos. Al término de la transacción simplemente da dos pasos para atrás y se dispone a desayunar una guajolota de tamal verde y su preciado atole, al alzar la mirada se da cuenta que no es el único, a su alrededor observa, extrañado, toda una comunidad de personajes, entre los que destacan: la gerente, el oficinista, el barrendero, la secretaria, los estudiantes, entre muchos otros, a lo cual, en medio de un bocado y un sorbo, se pregunta ¿por qué nos gusta comer en la calle?
Dentro de la historia de la humanidad, el interés por garantizar el sustento llevó a desarrollar diversas técnicas de conservación y procesamiento de las provisiones; en la intimidad de la cueva, y posteriormente de la choza, se confeccionaron los pilares de la alimentación contemporánea, los cuales fueron compartidos con la comunidad. Al tener dominio del territorio y del fuego, las humeantes fogatas congregaban a la tribu, siendo esta la fuente de alimentos calientes, cocidos y, sobre todo, compartidos. Esta actividad se fue perdiendo conforme la humanidad se civilizaba y la propiedad privada aislaba a las tribus, las cuales eran cada vez más grandes. Las nuevas chozas, convertidas en espacios con cuatro paredes, destinaron un lugar para concebir a las cocinas, lugares que podían dominar al fuego y, a su vez, daban calor.
Aquellos que no lograban dar el paso civilizatorio se vieron obligados a continuar con las prácticas de la tribu, congregarse en espacios, denominados como públicos, para comer y socializar. Este fenómeno lo podemos aterrizar en la vida cotidiana del país; un México que, en sus tiempos precolombinos, mantuvo una vida social volcada en las plazas centrales y en los mercados. Esta tradición se heredó durante el Virreinato, donde las autoridades peninsulares, entre el asombro, las asociaban y nombraban como propias de las clases bajas europeas.
Dos centenares de años después el fenómeno sigue vigente en el México reciente; desde un carrito de tamales, un triciclo con cocteles de fruta, pasando por un puesto de tacos o tortas, hasta llegar al portón de una casa que anuncia pambazos, flautas y más, la gente, la tribu, nos seguimos reuniendo, sin importar el frío, el calor o la noche; nuestro sentimiento cavernícola nos dicta que ya sea de pie o sentado en un banco de plástico, la comida sabe mejor, pues la comunidad perdura a pesar de las motivaciones socioeconómicas del momento. Es así como Justino, una vez terminado su desayuno, razona su paso diario frente a aquel carrito de tamales.