De entre el tumulto de gente que camina sobre la banqueta resalta Esther, una pequeña que apenas alcanza a mirar sobre el mostrador de la tienda. Ataviada con un vestido negro, detalles en encaje y una blusa blanca, estira el brazo del que cuelga un contenedor en forma de calaverita, con voz tenue alcanza a pedir dulces al encargado del expendio de invitaciones y recuerdos para fiestas y graduaciones. Al preguntarle de qué viene disfrazada se alcanza a escuchar: de Merlina. Entre risas y sonrojos los testigos de aquel suceso se rinden a la escena y sacan de entre sus pertenencias dulces o alguna moneda.
La temporada de muertos pasó entre nosotros y nos dejó un sinfín de momentos, emociones y hasta reflexiones. A comparación de años pasados, el uso de cubrebocas y sanas distancias parece haber desaparecido en la mayoría de la población. Aún podemos encontrarnos con ciudadanos cuidadosos, y se respeta, pero es evidente el goce por estar en la calle, disfrazarse y convivir. Y de esta expresión, convivir, es que planteamos la siguiente meditación: en México el gusto por la creencia de que nuestros muertos regresan a comer es, podríamos decir, única. Nos hemos vanagloriado de la calidad de nuestros alimentos, los cuales ni después de muertos olvidamos. Y en el fondo no tenemos miedo a ser visitados por los abuelos, padres, hermanos, amigos y ahora hasta mascotas. Al contrario, es un placer y sentimiento de paz pensar que siguen en algún lugar, el más allá.
Aunque esta idiosincrasia no es más que la construcción colectiva y reformada con el paso de los años. Para el siglo XIX las atmósferas eran otras, tal cual nos los hace ver Madame Calderónde la Barca, también conocida como Frances Erskine Inglis, esposa del Primer Ministro Plenipotenciario en México, Ángel Calderón de la Barca. En su paso por México retrató, a través de cartas que enviaba a sus familiares, las formas, costumbres y dieta de nuestra sociedad. En el caso específico del Día de muertos menciona la manera en que las iglesias se convertían en espacios oscuros y lúgubres, con un catafalco, figura rectangular y piramidal que representa un sepulcro, y que es decorada o rodeada de calaveras y otros emblemas de la muerte. Del mismo modo se habla de día de guarde, donde el recuerdo de los fallecidos era motivo suficiente para ejecutar el luto.
Ante este modelo, y poniéndolo en comparación con los tiempos actuales, es evidente que, aunque las misas dedicadas a los fieles difuntos aún se llevan a cabo, afuera de los templos y las iglesias la escena es otra, una que seguramente, como receta de cualquier platillo, lleva ingredientes de muchas influencias, como el Halloween, pero que la sociedad mexicana se ha encargado de darle su sazón, para hacerla inolvidable.